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Columna
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Bárbaros

Todavía muy pequeñitos, empezamos a identificar la palabra bárbaro con quien destruye, invade e ignora un comportamiento social civilizado. Eran tiempos en blanco y negro, y no se había construido el trasvase que lleva las aguas del Tajo al semidesértico sureste hispano. Pasando página en la Enciclopedia Álvarez, nos indicaba el maestro que los francos, hunos, anglos, sajones, visigodos, ostrogodos y godos en general fueron los pueblos bárbaros que cruzaron los limes del Imperio Romano y dieron al traste con la cultura grecolatina. Ya nos había apuntado el bozo y mirábamos con picardía la delantera insinuante de la ahora acartonada Sara Montiel en El último cuplé, cuando nos enteramos de que, para los griegos, el término bárbaro era prácticamente sinónimo de extranjero. Los helenos denominaban, por ejemplo, bárbaros a los egipcios y a los persas que tenían una civilización y una cultura tan prestigiosa y desarrollada como la suya, aunque distinta. Los romanos le dieron, sin duda, un carácter peyorativo al vocablo bárbaro cuando divisaron a los distintos godos cerca de sus fronteras.

Cuando se empezó a hablar del trasvase del Tajo y en diminutas salas semi-clandestinas o semi-autorizadas disfrutaban algunos grupos de jóvenes de octubres revolucionarios y rojos, y de no menos rojos acorazados rusos, la palabra bárbaro fue adquiriendo otros significados. Bárbaros eran aquellos a quienes se esperaba y de quienes se esperaba algo nuevo, frente a la decadencia del imperio. Eran los bárbaros que no llegarían nunca, porque ni tan siquiera estaban esperando en la frontera invadir imperio alguno, según el irónico poema de Constantin Cavafis, el gran poeta heleno del siglo XX que fue, entre otras cosas, funcionario en el servicio estatal de riegos. Supimos también que bárbaros eran los jóvenes que quería el demagogo Alejandro Lerroux a principios del siglo pasado. Los jóvenes bárbaros de aquel politicastro hipócrita debían levantar el velo a las novicias y convertirlas en madres: la peor demagogia anticlerical, inútil y peligrosa que cruzó los páramos de la Península en aquella época. Los jóvenes ilusionados nos quedamos con el freno echado y los bárbaros de Kavafis. Casi nos habíamos olvidado del tema de los bárbaros a la hora del examen de todos los días.

Pero vino el obispo y tildó de bárbaros a quienes pensamos que en la futura Constitución Europea no debe haber alusión alguna al cristianismo porque entre nosotros habitan ciudadanos europeos con otras creencias; a quienes pensamos que cada cual puede emparejarse según la tendencia que Dios le dio respetando las tendencias de los demás; y a quienes pensamos que no el hecho religioso sino la religión, como asignatura obligatoria dirigida por la Conferencia Episcopal, es un dislate. Aunque el pensamiento de decenas de millones de hispanos, valencianos y europeos a un tiempo, le puede importar muy poco a un determinado jerarca de la religión institucionalizada.

Somos bárbaros, según Reig Pla, en este rincón de Europa maltratado por el cemento irrespetuoso y especulativo, destructor de tierras cultivables y litorales marítimos, propulsor de grandes obras hidráulicas que necesiten más cemento. Somos bárbaros sencillos que vemos la destrucción. Y vimos cómo godos y ostrogodos, hunos y francos, sajones y celtíberos, musulmanes, judíos y cristianos, turcos y magiares están en las raíces y la historia de Europa. Eso es lo que no se puede ignorar, y ha ignorado bárbaramente el señor obispo de la capital de La Plana en una homilía de la que, en el futuro, mejor es no acordarse.

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