Abandonados en la última trinchera
Miles de viejos luchadores antifranquistas siguen esperando las ayudas prometidas por Madrazo
Tenía ilusión, mucha ilusión. Su hijo Iñaki, que es periodista y, por tanto, está acostumbrado a llamar a puertas que no siempre se abren, le ayudó a rastrear en su pasado. Un pasado lejano y duro que empezó a escribirse en 1937, cuando Manuel Calvo Castroviejo cayó prisionero en Santander. Las tropas de Franco le confinaron en el penal de Santoña y después en el cuartel bilbaíno de Garellano. Era sólo el principio. Luego estuvo en un campo de concentración en San Pedro de Cardeña (Burgos) y desde allí le trasladaron a Extremadura. Formó parte del batallón de trabajadores 104, destinado a construir carreteras. Eso fue lo que estuvo haciendo Manuel Calvo desde febrero del 38 a mayo del año 40. Más tarde, desde diciembre del 41 a finales del 42, perteneció al "batallón disciplinario de soldados trabajadores número 21" de Miranda de Ebro. La presión directa del franquismo sobre él no cesó hasta el 6 de marzo de 1945, cuando finalmente se licenció después de otros tres años de servicio militar obligatorio. Nadie, nunca, le pidió perdón por tanto sufrimiento.
"Son ellos los que han prometido esta reparación histórica. Lo único que exigimos es que cumplan su promesa"
Y, por eso, a finales del año 2002, cuando Javier Madrazo le envió un folleto a todo color donde le prometía "las ayudas más altas del Estado", entre 7.200 y 9.600 euros, Manuel se ilusionó. Su hijo Iñaki, después de algún que otro intento fallido, logró tocar la tecla adecuada y un funcionario amable del archivo militar de Guadalajara le sopló desde el otro lado del teléfono: "Vuelva a mandarnos toda la documentación, pero esta vez ponga el lugar de residencia de su padre cuando ocurrieron los hechos". A las dos semanas, Manuel recibió con alborozo un sobre donde el coronel director del archivo militar certificaba su calvario. Había sido encontrado entre los 28 millones de historia que duermen allí. El día 9 de marzo de 2004, después de año y medio de vigilia, Manuel Calvo le preguntó a su hijo Iñaki:
-¿Tú crees que ya voy a llegar a cobrar eso del Gobierno vasco?
-No lo sé, aita, no lo sé...
Tres días después, el 12 de marzo, Manuel Calvo Castroviejo no pudo esperar más. Con 84 años y un cáncer de estómago intratable, se murió en el hospital de Basurto. No tardó mucho su hijo Iñaki en ponerse ante el ordenador y escribir una carta pública sin desperdicio que, entre otras cosas, decía: "Señor Madrazo, le aseguro que mi mayor deseo era no tener que escribir esta carta; también era mi mayor temor tener que hacerlo y, finalmente, mi temor se ha cumplido. Mi padre ha muerto. Y lo ha hecho esperando, infructuosamente, que el Departamento de Asuntos Sociales del Gobierno vasco le abone la compensación económica a la que tenía derecho por haber sufrido privación de libertad en las cárceles y campos de concentración del franquismo. El decreto, de noviembre de 2002, supuso un rayo de esperanza para miles de personas, pero se ha convertido al final en una auténtica pesadilla para quienes sufrieron la derrota ante la dictadura y ahora sufren la incompetencia de las instituciones democráticas... No es usted culpable de su muerte, señor Madrazo, pero sí es el máximo responsable de la profunda decepción que mi padre se ha llevado a la tumba".
Madrazo leyó esa carta, y otras en las que viejos milicianos, gudaris, soldados leales a la República, viejos comunistas o sus parientes más próximos ponían al sol de la opinión pública su decepción o la de los amigos que murieron esperando. El testimonio de Álvaro Lacunza Azcarate da fe de lo que, sin que nadie se percatara, tuvo lugar en Euskadi durante aquellos meses últimos de 2002 y primeros de 2003. Miles de jubilados, casi todos por encima de los ochenta años, salieron al encuentro de su pasado. "Hace unos días", escribió Álvaro Lacunza el 4 de febrero pasado, "falleció Antonio Peña, compañero del mismo batallón de trabajadores y campo de concentración en el que estuve prisionero por servir a la República. Con él son ya tres los conocidos que han muerto en este año que no han podido disfrutar de las ayudas que usted nos había anunciado. A este paso no vamos a quedar ningún superviviente de la guerra civil al que poder entregar subvención. Me gustaría saber sus verdaderas intenciones respecto de nosotros, si realmente va a conceder esas ayudas económicas a quienes nunca fuimos reconocidos oficialmente o si espera a que cuadren los números de su presupuesto a cuenta de las bajas que la edad produce en nuestro colectivo".
La suave retranca de Álvaro Lacunza, su educación a la hora de reclamar lo que le prometieron y ahora no le dan, es el común denominador de los viejos luchadores con los que este periódico ha conversado durante las últimas dos semanas. Tratar con ellos, saber de sus vidas, escuchar su vocabulario tan rico, agranda todavía más la sensación de que están siendo sometidos a un
despropósito.
Un caso relevante es el de Mateo Balbuena. Sólo para un extraño la habitación de Mateo Balbuena puede asemejarse a un habitáculo desordenado. Tres balancines y una mesa desvencijada de madera oscura rodean el cáliz en el que parece haberse convertido una antigua Olivetti Lettera 42. "Esta lleva conmigo más de 20 años, y ya he quemado dos más", resopla con indisumulado orgullo mientras golpea con fuerza la tecla de la erre, que se le resiste. Junto a la vieja máquina de escribir se agolpan tratados de filosofía pura de Hegel, el Manifiesto Comunista abierto en la página 99 o una edición tan antigua de La fundamentación de la metafísica de las costumbres que fue comprada al precio de 1,20 pesetas. A Balbuena, miliciano comunista en las trincheras del norte, la izquierda le ha estado fallando casi toda la vida. Primero, dice, en la antigua Unión Soviética, luego en China y ahora aquí mismo, de la mano de Javier Madrazo. Para colmo, el tiempo ha terminado por dejar seco su oído izquierdo. Mateo se refiere a sus amigos con el anticipo de camaradas. No es el caso cuando Balbuena, con unos envidiables 90 años, se refiere a la "guinda roja" en el Gobierno de Ibarretxe. "Son ellos los que han prometido esta reparación histórica", pone el dedo en la llaga: "Nosotros no hemos pedido nada. Lo único que exigimos es que cumplan lo que prometieron entonces".
Mateo Balbuena, finalista del Premio Planeta en 1964, ha vuelto a encontrar en la escritura el consuelo para recordar a sus amigos que murieron en los últimos meses. Su forma de escribir es una claraboya al pasado: "Va para dos años la susodicha intencionalidad [las ayudas] y la acción, si es que camina, debe hacerlo a ritmo de tortuga aquejada de reumatismo. Tiempo ha que, tras vueltas y revueltas por estancias de todo tipo, algunos, pocos o muchos, poco importa el número para la esencia de la cosa, entregaron la documentación acreditativa". Mateo se refiere a un amigo suyo de esta manera: "Murió Bartolomé, mentalmente lúcido, pletórico el espíritu de energías contagiosas...". La historia de Bartolomé, contada por Mateo, no tiene desperdicio y arroja mucha luz sobre lo que esperaban estos hombres de la promesa todavía no cumplida. "El sujeto en cuestión", escribe Mateo, "se llamaba Bartolomé Astigarraga; en realidad era su nombre de lucha clandestina. Y digo se llamaba porque falleció en enero del presente año, en la soledad. En conversación con él, precisamente en el acto de presentación de la solicitud para acogerse al decreto, me comentó: si recibo el dinero prometido, haré tres excursiones. Una, al Mazucu; dos, al escenario de la batalla del Ebro; y tres, a la ladera Este de Artxanda... Enmudeció, ensimismado".
Como si de muñecas rusas se tratase, una historia esconde a otra, y ésta, a otra más, y así sucesivamente. Mateo habla de otros amigos: "Él, a sus espaldas tiene el límite de los ochenta; ella, el tiempo la empuja hacia los noventa. Cuando reciba la paga, nos comentaba el pasado fin de año, mi mujer y yo iremos a un balneario de aguas termales".
El viejo miliciano no alberga ni un ápice de venganza. Mas al contrario. Incluso deja entrever una sonrisa algo burlona, cuando no una sonora carcajada, al referirse a Madrazo como ese "cara de pan mal cocida". No esconde tampoco que en estos dos años ha "llorado de rabia", sobre todo porque "la amoralidad me repele, me molesta el incumplimiento de las promesas que se hacen libremente".
Otro caso es el de Teodoro Asla. Para muchos nacionalistas vascos la guerra civil acabó en Santoña (Cantabria) en el verano del 37 ante los fusiles de las divisiones motorizadas italianas. No así para Teodoro, entonces un menudo miliciano del batallón Larrazabal y hoy un hombre pegado a una memoria prodigiosa. En agosto del 37, las tropas franquistas iban extendiendo sus tentáculos por todo el norte y, de paso, capturando a grupos de republicanos desperdigados. "Mi hermano me dijo que se iba a Santoña para luego escapar a Francia. Yo le dije que a ese agujero no iba". De la noche a la mañana, desapareció todo el mundo. "Fue la desbandada", recuerda Asla, de 86 años, en su casa de Algorta junto a uno de sus 40 barcos, una colección de reproducciones a escala construida por él mismo. Teodoro fue uno de esos milicianos desperdigados que huían del fascio en dirección a Asturias cuando le dieron el alto. Tanto frío, hambre, miedo y penuria para acabar al final en Santoña, tras pasar tres noches de insomnio, ya prisionero en la plaza de toros de Santander.
"Integrábamos el grupo de Marismas de Santoña. Salíamos todos los días para hacer un malecón hundidos en el barro hasta la rodillas a la baja mar y en la marea alta en una balsa con un trípode clavando eucaliptos en el fango al pito de un falangista llamado Robin", ha dejado escrito Teodoro para el funcionario que quiera leer. Teodoro es más conocido en la Administración como el expediente 5648. Recuerda con una nitidez más propia de una cámara digital que de un miliciano de 86 años aquellos trabajos forzados en la marisma. "Como los esclavos del Nilo en las pirámides", confiesa. Y su traslado, junto a dos centenares más de prisioneros, en unos "furgones para ganado" hasta Zaragoza, al campo de concentración de San Juan de Mozarrifar. Y luego a Fayón. Y más tarde a San Sadurní de Noya. "El final de la guerra me cogió en Villafranca del Penedés", recuerda como si fuera ayer.
La promesa de Madrazo casi ha hecho pequeño aquel periplo forzoso. Entre el 4 de febrero de 2003 y mediados de diciembre del año pasado, Teodoro Asla remitió una docena de peticiones en busca de un pasado que tiene grabado en un disco duro a prueba de cualquier virus. Salvo el de la ingenuidad y la desconsideración. La respuesta a las cartas enviadas, casi siempre la misma: "Revisados los archivos que obran... sentimos comunicarle que su nombre no figura en..." Su respuesta no puede ser otra: "No me digan que yo ni ninguno de los compañeros no constamos en ninguna parte. No me digan que no vamos a cobrar. Esto es como si me dijeran que yo no soy hijo de mi madre".
Donde se mire y con quien se hable, las respuestas son muy parecidas. La asociacion Gureak 1936, que fue capaz de convocar a muchos milicianos a una concentración frente al Teatro Arriaga para denunciar la situación. O María Luisa Abalia, que tiene derecho a las ayudas por ser hija de víctima y además minusválida, o Maribel Larrañaga, que pidió la indemnización para su padre, coinciden en destacar la frustración que la tardanza está creando en los mayores. Aquella intensa campaña de buzoneo con la fotografía doble de Madrazo generó un sinfín de expectativas en miles de familias. Fueron 8.676 los solicitantes. Si se tiene en cuenta el dinero presupuestado -se incrementó de 3,6 a 18 millones de euros-, sólo se podrá atender a 2.500 personas. ¿Qué pasará con el resto?
Allá por el 68, Mateo Balbuena comenzó su novela Vida y muerte en el Vietnam con esta frase: "Pocas palabras más he de pronunciar". ¿Cuántas antes de ver las promesas hechas realidad?
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