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IDA y VUELTA
Columna
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Simulacro cultural

Soy afrancesado. Me viene de los días de mi extrema juventud, cuando no podía mirar a Madrid porque me parecía una cueva de carcamales. Vivía en Barcelona y miraba hacia París, ciudad que asociaba con la cultura y la libertad. Con el tiempo, me he ido haciendo a la idea de que ser catalán es también una manera de ser francés. Y seguramente todo esto ha influido a la hora de leer con sumo placer La cultura de la conversación, un buen libro de Benedetta Craveri. Deberían regalarlo a los ponentes del Fórum que vayan con la idea de sestear. Me horrorizan los oficinistas de la cultura y demás amigos de los eventos y las verbenas. Figuras de postín y mucho holgazán con gastos pagados. Viene mucha gente plasta del PEN, por ejemplo. Y eso me recuerda aquello que Bioy Casares le dijo a Moravia en un congreso de esa organización: "Qué quiere que le diga, Moravia. De organizaciones como ésta se apoderan, tarde o temprano, los burócratas de la literatura".

Para los amantes de la conversación no burócrata, el libro de Benedetta Craveri habrá de resultarles ideal. Una seria alternativa al Fórum. En su libro habla Craveri de ese arte de la conversación que nació en París en las primeras décadas del siglo XVII, cuando la élite nobiliaria descubrió la existencia de un territorio nuevo y lo dotó de un código de conducta que se distinguía por el riguroso culto a las formas. El modelo de salón que proliferó entre 1618 y 1789, y que la Revolución guillotinó, confería al arte de la conversación en sociedad un papel esencial a la hora de rescatar valores y utopías de la civilización occitana: la galantería, la amabilidad, el arte de comportarse en sociedad y de hablar con gracia. Casi lo contrario de eso tan nuestro de hablarnos con cáscaras de gambas en el suelo, gran gresca y bronca, como salidos de Crónicas marcianas.

Ese arte de la conversación sabía conjugar la ligereza con la profundidad, la búsqueda de la verdad con la tolerancia, y el placer con la elegancia. Es un arte que envidio, es el triunfo de la cortesía y de las buenas formas, el triunfo de la palabra y también del que sabe escuchar. Es un arte que siempre me ha fascinado y por lo que, en días tan bestias como los actuales, siento admiración y añoranza. Había en aquellos salones mundanos unas leyes de claridad, de mesura, de gentileza, de respeto por el amor propio ajeno. De todo esto habla el libro de Craveri, que me parece una buena alternativa al simulacro cultural del Fórum: leer ese libro y otros de su estilo en lugar de ponerse a la sombra de la pérgola fotovoltaica.

De toda aquella exquisita cortesía de la que Craveri nos habla quedó un poso que aún mantiene a Francia con el espíritu vivo y con una literatura que ha sabido beneficiarse siempre de eso. Aunque desaparecieron los salones, nos queda todavía un fondo occitano suficiente para poder en política conversar con Alemania, por ejemplo, y no con la oscura cátedra de Georgetown.

En España se habla ahora de un nuevo talante y sin duda tiene que ser nuevo, porque no recuerdo que haya existido aquí alguna vez tendencia a escuchar y otras sutilidades. Aquella élite de los salones puso las bases para una cultura europea del diálogo, y parte de lo poco que nos queda de la civilización nos viene de esas bases. ¿Tendremos talento para el talante? Tal vez Rodríguez Zapatero, sin saberlo, ha introducido entre nosotros un reflejo de aquellos salones. El afrancesado que hay en mí piensa que ojalá sea así, y se queda imaginando una utopía: la imprevista aparición de la galantería en el país de los chorizos y las broncas.

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