La novia y su fantasma
Quizá no sea pura casualidad que Marcel Duchamp haya elegido a la novia como tema cuando decidió emprender la realización de esa extraordinaria exploración de los complejos mecanismos de funcionamiento del objeto artístico que es El gran vidrio: la novia puesta al desnudo por sus solteros, aun... Al fin y al cabo la novia condensa como pocas otras figuras de nuestra cultura esa inquietante ambigüedad, esa eterna oscilación entre el objeto y su fantasma que Duchamp dio investigar y exponer en una obra que no en vano se ha calificado de Gioconda de la modernidad. Oscilación por partida doble, la de la novia y la del objeto artístico. Beth Moyses (Sao Paulo, 1960), por lo que puede verse ahora en la galería Fernando Pradilla, ha intentado de alguna manera lo mismo, pero en vez de construir un dispositivo célibe ha preferido echar mano de la instalación, la performance y el vídeo. Y en vez de centrarse en un prototipo de novia rarificado hasta la extenuación de la carne y su reducción a las tramas del deseo ha optado por las novias de carne y hueso, víctimas, para más énfasis, de la violencia doméstica. Pero no teman, no hay nada de patético exhibicionismo en ninguna de las piezas que Moyses muestra en esta oportunidad, ni de hecho en ninguna de las obras que ella ha realizado hasta la fecha sobre el noviazgo y sus consecuencias, en las que sabemos del maltrato femenino apenas de manera indirecta, elíptica si se quiere. Y aunque es evidente que el maltrato a las mujeres le preocupa mucho, la verdad es que para interrogarlo y sacarlo a la luz ha preferido ocuparse de la deslumbrante alegoría que sella como un símbolo el encabezamiento de la cadena de desencuentros e infortunios que concluye en la violencia ejercida por los maridos sobre las esposas.
BETH MOYSES
Galería Fernando Pradilla
Claudio Coello, 20. Madrid
Hasta el 30 de mayo
Esa alegoría tiene un aspecto: el
de la novia en trance de boda y vestida de blanco de los pies a la cabeza. Y un contenido cargado de promesas de fidelidad, de ensoñaciones felices y de poderosos deseos. También de intereses, obviamente. Sólo que tanto el deseo como los intereses están omitidos u obliterados en la figura de la novia, que viste de blanco inmaculado para proclamar que no está contaminada todavía por las turbias realidades del sexo y menos por los "sucios" intereses materiales. Se supone que esas "contaminaciones" vendrán después de una luna que no en vano se llama de miel. Y podrán traer, como de hecho suelen traer, los duelos y las pasiones que el traje de novia quería exorcizar. Y al que ha apelado una y otra vez Beth Moyses para incitar a las mujeres casadas y maltratadas, pero no sólo a ellas, al ejercicio de liberación que consiste en vestirse de nuevo de novias, desfilar en masa por la calle y enterrar al final del trayecto el bouquet de rosas blancas que cada una llevaba consigo. Así se pretende trasmutar el símbolo de la pureza femenina en el símbolo de su opresión. Y seguramente se logra. Pero ¿se logra igualmente liberar a la figura de la novia de su ambigüedad radical? ¿De su fantasma?
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