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Cultura, esa delicada criatura

Antes de atreverme con este osado artículo, sin duda motivo de algún disgusto posterior, he hecho mi pequeña encuesta. Llevo una semana preguntando a los colegas heridos por la fiebre cultural -los sufridos lletraferits que tanto abundan por los rincones invisibles de nuestra tinta escrita- cómo ven la nueva política cultural. Es decir, qué opinión tienen de la nueva consejera Mieras y del proyecto que presenta. Ha sido tan rotunda la unanimidad que verme tan prestigiosamente rodeada del mismo desconcierto que yo padecía no sé si me ha abrumado o me ha desolado. Lo cierto es que la respuesta, con más o menos malévola ironía, ha sido única. ¿Recuerdan aquella memorable frase roquera: Crisis? what crisis? Bien, pues lo mismo en versión lemosina: "¿Política cultural?, ¿de qué hablas?". Algún notable escribiente me ha explicado anécdotas mordaces que tienen que ver con el nulo conocimiento que posee del mundo cultural la nueva consejera. Aunque creo que lo va resolviendo: por ejemplo, parece que ya sabe quién es Eduardo Mendoza. Vamos progresando. Podría narrar algunas otras aventis igualmente festivas, pero erraría la voluntad y el tiro del artículo. En realidad, mi intención no es hablar aún de la actual consejera de Cultura, Caterina Mieras, en los términos ácidos que nos permitió el antiguo consejero. Jordi Vilajoana dio para tanto que cualquiera lo tendrá difícil para superar sus elevadas cotas de inoperancia. Sin embargo, empieza a ser obligado poner sobre la mesa algunos elementos críticos, hoy por hoy preocupantes.

El primero es sobre el conjunto. Una, en su ingenuidad, llegó a creer que la apuesta del tripartito por la cultura era seria. Sólo los gobiernos de izquierdas, dice el tópico, creen en la cultura, y algunos hasta se arriesgan con los Jack Lang, los Oriol Bohigas o los Jorge Semprún. Apuestas complejas, que van mucho más allá de las ideas clásicas de la gestión, pero que tienen que ver con el prestigio, el simbolismo y, sobre todo, la convicción cultural. Maragall parecía uno de esos locos a los que la cultura les preocupaba y les ocupaba, hasta el punto de convertirla en eje prioritario. No en vano un aspecto fundamental de la crítica al pujolismo derivaba del desprecio a la cultura que siempre mostró, de manera que el cambio pasaba, inevitablemente, por jugar fuerte, sobrecargar de apuesta creíble el aspecto cultural y dotarlo de la prioridad económica pertinente. Es decir, creérselo y hacérnoslo creer. No pienso que sorprenda a nadie si digo que la nominación de Mieras, en su momento, dejó al mundo de la cultura bastante frío, tirando a gélido. ¿Era ésta la apuesta fuerte que se esperaban? Pero como la paciencia nos hace santos, sobre todo si han ganado los nuestros, decidimos callar, esperar y esperanzar, y así han ido pasando los meses.

Meses que ahí están, con sus noticias sobre cultura puestas en hilera, cual homenaje a El ser y la nada sartriano. Diré más: cuando ha habido alguna noticia, no ha sido para tocar campanas. Es cierto que la consejera corrió, nominación en mano, a hacerse la foto con Els Joglars, pero no creo que, más allá de cierta militancia populista, la foto nos diga mucho. Ni por previsible, ni por innecesaria, ¿o es que ahora el papel de los responsables de la cultura va a ser el de desagraviadores de los ofendidos de antaño? Pues más allá de Els Joglars, que ciertamente no fueron muy amados, la consejera podría dedicarse a ir a la danza -abandonada a su suerte-, a cada uno de los grupos teatrales que luchan por la supervivencia, al mundo del doblaje, casi aniquilado en el otrora paraíso del doblaje catalán. Y podrá correr a saludar a cada poeta olvidado -desde Joan Margarit hasta Cèlia Sánchez-Mústich-, a cada escritor maldito -encabezando el pasamanos con Félix de Azúa-, a cada narrador ignorado -¡tantos, tantos!-, a cada notable de la cultura que ha vivido y ha brillado más allá del desprecio de sus mandatarios. La foto con Els Joglars era gratis total, efectismo de manual, pero hay fotos que no saldrán en la foto, y habrían sido mucho más significativas. Sin embargo, prefirió el efectismo gratuito, quizá porque estaba más versada en antipujolismo que en cultura. Y del efectismo a la ausencia de proyecto (como mínimo conocido), a la falta de diálogo con los sectores implicados -enterrados los grandes tiempos del pacto de cultura-, y no mucho más. Casi la nada, si no fuera porque ha habido algo, y tampoco han sido buenas noticias. Por un lado, el estropicio en lo del Ramon Llull, haciendo efectivo el hecho de que una pueda nacer en Mallorca pero no por ello demostrar finezza mallorquina. Y, por otro, la sombra que amenaza con el cierre del KRTU, una de las pocas alegrías que nos había dado la anticoncepción convergente, aunque ayer Mieras desmintió que tuviera intención de hacerlo. Desaparecerían de lo contrario los traficantes de ideas y, con ellos, ese mago de la poesía de la modernidad que es Vicenç Altaió. KRTU siempre fue una apuesta inteligente que ha generado, a lo largo de su vida, momentos culturales notables. Su desaparición no tendría ningún sentido, sobre todo si, además, se hiciera sobre la nada. La consellera todavía no ha construido. Sería una pena que deconstruyera lo poco edificado por los antiguos. Me dirán que paciencia, que aún no sabemos, que ya conoceremos, que..., pero la paciencia puede ser un grado de imbecilidad si se convierte en un género.

En fin. La cultura. Me temo que ni los actuales, que eran los buenos, van a darnos alegrías. Como si fuera la patata caliente de toda política, la cultura no sirve para comer, ni aumenta los votos de nadie, pero marca el límite de la mediocridad o la grandeza de un ejecutivo. Apostar por ella es apostar por la complejidad, la categoría y, sin duda, el riesgo inteligente. No apostar es andar sobre seguro, sin duda, pero es la seguridad que da la nadedad.

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