_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Náufragos

Rafael Argullol

A principios del pasado mes de marzo los periódicos informaron del naufragio y posterior rescate de 12 científicos rusos en las aguas del océano Glacial Ártico, a 700 kilómetros del archipiélago noruego de Spitzbergen. Durante casi un año estos hombres habían permanecido en una estación construida sobre un témpano a la deriva que, súbitamente, chocó con una masa de hielo y se resquebrajó peligrosamente. A lo largo de cinco días las informaciones sobre el estado de la expedición fueron muy alarmantes, hasta que, por fin, sus componentes pudieron ser rescatados por helicópteros procedentes de Spitzbergen.

Tras leer la noticia de este final feliz no pude dejar de acordarme de la catástrofe del submarino Kursk, sucedida en aguas no tan lejanas de aquéllas hace casi cuatro años. Entonces, durante muchos días, el mundo estuvo pendiente del destino de más de un centenar de marineros atrapados irremisiblemente en el fondo del mar. La tristeza de aquel desenlace contrastaba con la alegría con que algunos amigos me comentaron el rescate de los científicos, coincidente en todo con la mía. Como tantas otras veces, surgía la pregunta: ¿hasta qué punto sentimos como propio lo que ocurre a los demás?

Tenemos muy presente la figura del náufrago: como él, no queremos hundirnos y esperamos el rescate
El náufrago es depositario de una sabiduría de la condición humana imposible de alcanzar desde otro ángulo

Sufrir con el sufrimiento de la humanidad es seguramente el privilegio de muy pocos, si exceptuamos a patéticos y altisonantes, de la misma manera que encontraríamos ridículo que alguien afirmara gozar con el goce de la humanidad. Goce y dolor requieren intimidad y en cuanto a su extensión a los otros quizá no estaría mal retener una imagen de círculos concéntricos en la que los más próximos a uno mismo suscitan la complicidad y los más lejanos la dispersión. Nos solemos complacer y condoler con lo cercano en tanto que nos cuesta extender esa aventura de la sensibilidad a los horizontes más distantes. (Tuvimos una siniestra prueba inmediatamente después del suceso del océano Glacial Ártico: la masacre del 11-M en Madrid y su consecuente dolor resultaron más cercanos que los del 11-S en Nueva York, los cuales, sin embargo, también lo fueron en comparación con los atentados de Bali, perpetrados asimismo por Al Qaeda; los cuerpos violentados han sido semejantes, pero han sido distintos los círculos concéntricos que han afectado a nuestra sensibilidad).

Con todo, hay, creo, una figura que ha ejercido un papel especialmente destacado en el drama de la desesperación y la esperanza humanas y que, como tal, ha tenido y sigue teniendo un eco metafórico decisivo. Me refiero al náufrago, un motivo recurrente, por otra parte, en la historia de la imaginación literaria. Casi por los mismos días en que zozobraba la expedición científica rusa, J. M. Coetzee leía un hermoso discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura en el que, a través de Robinson Crusoe, evocaba al náufrago como habitante de la frontera que une y separa realidad y ficción.

En cierto sentido, y por su experiencia única, el náufrago es el depositario de una sabiduría de la condición humana imposible de alcanzar desde otro ángulo. Sin duda por eso, la literatura europea se inaugura con las aventuras del náufrago por excelencia, Ulises, continúa con otro errante, el virgiliano Eneas, y adquiere carta de naturaleza con el naufragio espiritual de Dante y su rescate por parte de Virgilio y Beatriz. El lector moderno ha estado atento a las vicisitudes del náufrago de la mano de un Daniel Defoe o un Edgar Allan Poe del mismo modo que el espectador moderno ha concentrado su atención en los naufragios de Géricault o Turner.

A este respecto no debería ignorarse uno de los más sobresalientes documentos sobre el naufragio aparecidos en Europa: la Historia trágico-marítima, una recopilación editada en Lisboa por Gomes de Brito a principios del siglo XVIII, y que ahora está en la base del magnífico libro de Isabel Soler Los mares náufragos (Barcelona, 2004). Al atravesar las páginas de este libro, desde la introducción misma, el lector es iniciado en la experiencia del naufragio, tanto en su dimensión más real como en su vertiente más simbólica. En todos los casos son relatos directos, algunos de primera mano, escritos por supervivientes, otros narrados a partir del testimonio de los que participaron en los hechos. Los detalles son duros, como duras eran las condiciones de aquellos buques que atravesaban los océanos en una situación de precariedad casi inimaginable. Pero, más allá de los detalles, el conjunto posee un magnetismo sobrecogedor al hacer coincidir violentamente en un mismo escenario el máximo peligro y la extrema voluntad de conjurarlo. Los mares náufragos nos refieren abundantemente la fascinación dramática que esos relatos ejercieron sobre el público.

Como la errancia de Ulises, como La balsa de la Medusa, como las tensas crónicas sobre el Kursk, como la noticia de la salvación de los científicos rusos, como las próximas informaciones en que se nos hable de nuevos náufragos y de nuevas angustias y esperanzas. Más allá de los círculos concéntricos del goce y el dolor, que apenas nos permiten salir de nosotros, la figura del náufrago excita nuestro instinto de identificación porque nos traslada a un horizonte en el que, como sombras de una pesadilla o de un sueño, podemos reconocernos. No sé si compartimos la suerte de la humanidad, pero de lo que no tengo dudas es de que tenemos muy presente la fortuna del náufrago: como él no queremos hundirnos, y al igual que él esperamos el rescate.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_