'Sake'
Shubei Hirayama, un maduro y acomodado empresario japonés, toma repentina conciencia del callado fluir del tiempo, que le emplaza en ese último trecho de la vida, donde sólo cabe la ceremonia postrera del adiós. De unos 60 años y viudo, el hallarse impremeditadamente abocado a la despedida le sorprende a Shubei cuando se percata de que la hija, que le acompaña y le cuida, cumplidos ya los 24, ha de casarse y formar un hogar propio. En principio, el distraído padre afronta con lúcida firmeza la situación, aunque no sin empezar simultáneamente a discernir, a través de pequeños detalles, lo que se le viene encima, entre lo cual, el correspondiente desarreglo doméstico en ciernes ocupa una insignificante parte. Porque los deberes de la casa son, desde luego, una minucia comparados con el clamoroso vacío en la que se convierte ésta, a través de cuyo hueco asoma, ineluctable, la experiencia radical de la soledad, el inapelable corredor de la muerte.
Las cuitas existenciales de Shubei Hirayama están recogidas en El sabor del sake (1962), la última película dirigida por Yasujiro Ozu (1903-1963), uno de los mejores cineastas japoneses. Iniciada su carrera como director cinematográfico en 1927, con apenas 24 años, al morir, con 60, Ozu había rodado 54 filmes, la mayor parte de los cuales estuvieron centrados en la visión del mundo a través de la óptica familiar de la clase media japonesa, que fue emergiendo a lo largo del siglo XX no sin cargar, sobre sus todavía frágiles espaldas, el vértigo de una acelerada modernización al estilo occidental. El género narrativo utilizado por Ozu fue el que, en japonés, se denomina shomin-geki, el que trata de los problemas de la gente común, pero dotando al melodrama de fondo con un toque de comedia ligera.
En todo caso, lo verdaderamente portentoso del talento de Ozu, no es tanto la obsesiva reiteración sobre el monotema familiar, entrevisto casi siempre como la pugna generacional entre dos estilos de vida enfrentados, sino que lo filmó prácticamente todo mediante la insólita técnica de un plano contrapicado, tomado a la altura de poco menos de un metro, lo que supone mirar la realidad desde la posición de alguien acuclillado sobre un tatami, la posición contemplativa de alguien sentado, a la japonesa, a ras de suelo; o sea; el mundo reducido a la estrechez monótona del drama familiar de clase media, y atisbado, encima, con la quieta indiferencia de quien lo ve agachado, como si todo le viniese grande.
¿Hace falta más perspectiva para encarar el hondo misterio de la existencia? Todo progreso artístico es regresivo, porque se remonta al origen, pero, además, cumple lo mejor de su destino mediante una creciente reducción, que implica no sólo soltar el lastre de lo superfluo, sino centrarse en la intensidad; un poco, en fin, como esa patética exclamación -"¡estoy solo!"-, susurrada, en medio de los alcohólicos vapores de un sake ingerido en exceso, por Shubei Hirayama, justo al volver al ya vacío hogar, tras la ceremonia nupcial de su hija.
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