Un pan como una hostia
El descalabro electoral del PP ha causado estragos en las huestes partidarias del País Valenciano. A tenor de lo que se ha visto, oído y leído estos días, se tiene la impresión de que una buena parte de ellas, acaso mayoritaria por el momento, ha decidido hundir la nave con tal de que Francisco Camps no sea postulado como presidente del partido en la reunión de la junta directiva regional que se celebrará el próximo martes. Con independencia de que en estas vísperas se alcance un armisticio, el daño está ya hecho, pues ha quedado lesionado el prestigio del Molt Honorable y se ha enconado la división entre sus leales y los contrarios, abriendo una vía de agua grave en el armazón compacto -hasta ahora- de estas siglas, tanto en el ámbito comunitario como estatal.
Es la herencia envenenada y absurda de Eduardo Zaplana, que bien hubiera podido desactivar el conflicto antes de que alcanzase cotas quizá irreversibles. Pero todo indica -siendo indulgentes en el juicio- que se le ha ido de las manos, a pesar del tacto e instinto políticos que tiene acreditados. Si el meollo de la crisis consiste en salvaguardar los cargos y nóminas de sus fieles -ya que no resulta creíble la milonga de que se quiere garantizar la continuidad de un proyecto-, es seguro que había otras recetas menos temerarias que la desestabilización del Gobierno autonómico neutralizando a su presidente a fuerza de pautarle las decisiones o motejarle de traidor y otras lindezas desde las troneras mediáticas afines.
Tal como vemos el panorama, el zaplanismo ha desplegado todos sus recursos, movilizando a sus parciales e incluyendo el insólito y ridículo acopio de firmas solidarias contra Camps. Solo ha faltado instalar mesas petitorias. Puede, decimos del zaplanismo, comparecer a la mencionada junta con un rimero de pliegos suscritos y un candidato alternativo a regir el partido, como el afable e inane José Joaquín Ripoll, presidente de la Diputación alicantina. Vale: dicen que son más y han apretado las filas. Pero, en primer lugar, resulta dudoso que sean tantos como se imaginan; después, no les avala más que el gusto por la poltrona y ni siquiera pueden apoyarse en el carisma de su líder, Zaplana, absorbido crecientemente por sus nuevas tareas parlamentarias y cada día más injertado en Madrid.
Así las cosas, el hoy contestado presidente de la Generalitat lo tiene claro. Por lo pronto, y en tanto no cuente con la seguridad de que será el elegido por amplia mayoría, puede optar por no concurrir a la repetida junta y esperar validar su primacía en el próximo congreso del partido, que es el órgano legitimador. Otra cosa sería mortificante. Algo ha insinuado Camps en este sentido. Hasta entonces, que será en el otoño, ha de recordar que fue elegido por un millón largo de votos, que gobierna para todos los valencianos, que ya ha consumido sobradas dosis de paciencia y que tiene tiempo bastante para revelar sus capacidades políticas, nombrando y licenciando a quienes le venga en gana. En su mano tiene asumir el reto y proseguir las gestiones que ha tomado en estas últimas semanas, restaurando la sensación de que el Palau de la calle de Caballeros tiene un titular. Eso, o echar a perder definitivamente su oportunidad y la misma legislatura, con lo cual, y entre todos, habrían hecho un pan como unas hostias.
Sea cual fuere el desenlace de esta crisis, lo bien cierto es que el partido no sale indemne, pero unos individuos habrán quedado más heridos que otros. Si Camps resuella, otros tendrán que hacerse el harakiri político dada su condición de samuráis zaplanistas, cual es el caso del camarada Fernando Giner, el mentado Ripoll y el de algunos otros notables especialmente beligerantes en este caótico episodio. Si la feligresía zaplanista impone su fuero, desdeñando y mediatizando al presidente de la Generalitat, la primera consecuencia es obvia: habrá verbena en Blanquerías, sede del PSPV, con o sin permiso de la alcaldesa, pues los socialistas son los beneficiarios de este enredo. Los muyahidines del zaplanismo les han allanado un camino que por sí solos hubieran tardado lustros en transitar. Ya se sabe: no se gana el poder, son otros quienes lo pierden.
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