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Pronóstico reservado

El mundo intelectual francés anduvo recientemente muy agitado. Filósofos y docentes, cineastas y directores de escena, novelistas e investigadores suscribieron un manifiesto "en defensa de la inteligencia", que encontraban severamente amenazada por el Gobierno de Jean Pierre Raffarin. Los intelectuales se quejaban no solamente de la disminución del dinero público destinado a asuntos culturales, algo común en este tipo de manifiestos, sino también de la mezquindad moral de un Gobierno que apuesta fuerte por el "antiintelectualismo de Estado", la banalización del espectáculo y las leyes del mercado. Todo eso ocurría en Francia, país que sigue haciendo de la excepción cultural un distintivo nacional y donde es fácil ponerse situacionista para denunciar la mercantilización de la cultura en la sociedad del espectáculo. Imagínense lo que se podría decir de Italia, expendedora del berlusconismo, el circo romano y la pasta gansa, o de España, territorio fértil para el pensamiento patán y nacionalcatólico.

Todos los charcos son iguales. Y si no, basta con repasar los años de política del PP en ese país de Oz y parques temáticos. Durante dos legislaturas la derecha española ha creído que la política cultural era lo más parecido al reino de la comunión y que bastaba con tocar los mofletes de algunos incordiantes para enarbolar un discurso a espaldas de los creadores, siempre sospechosos y maleantes, y de un público predispuesto a la apatía. La prepotencia les ha llevado a apoyarse en unos representantes que han ignorado las mínimas leyes de la gramática y que dicen saber algo de Shakespeare tal vez porque se consideran personajes shakespearianos en pequeña escala. Aquella ministra encargada de desmovilizar a la sociedad civil, así en educación como en cultura, con unos modos antidemocráticos que generaron ruido y furia, es la triste figura que introduce alarma en sus declaraciones poselectorales cuestionando el derecho democrático a la rabia y las manifestaciones. Por no hablar de ese Duo Dinámico formado por Acebes y Zaplana que Rajoy se ha llevado para sí demostrando que el suyo es un universo simbiótico regido por los mismos impulsos que su antiguo patrón. O los botafumeiros de los medios, siempre en los aliviaderos del poder y con una relación de servilismo lindante con la patología, cuya única función ha residido en convocar comunidades virtuales desmoralizadas. Sobre esos funcionarios periciales ha recaído un programa de efemérides y un batiburrillo rancio y casposo, que reciclaba los Morancos y Estudio uno, Sánchez Dragó y la religión, el cine de barrio y el fuego de la Cope, el parque temático y el camino de Santiago.

Que la derecha no tenga en su horizonte otra política cultural que la hipercultura todo a cien bendecida por unas trileras leyes de mercado resulta lógico. El problema es que tampoco parece ser una apuesta decidida de la izquierda. Basta recordar la reciente campaña electoral para advertir que la política cultural no figuraba en ningún programa, como si no formara moneda de cambio, indiferente a tantas promesas productivas, antes que una pasión trascendente, una penitencia sospechosa de pronóstico reservado. Ya sé que en periodo electoral se venden mejor otras euforias y que la cultura no resulta ajena a las fogosas alocuciones del partido ganador. Pero la cautela no parece pasaporte suficiente para promover un cambio cultural en la nueva etapa política, y que Carmen Calvo y Carme Chacón perdonen mis recelos.

Sigo los pasos del tripartito y entre las 100 decisiones tomadas en cien días de gobierno no encuentro rastro alguno de propuesta cultural que apoye los ámbitos de la creación y afronte los nuevos retos de mediación y difusión de la cultura. Es verdad que los socialistas tienen en puertas el Fòrum y 15 hectáreas de cultura para gente de teatro, amas de casa y jubilados, pero podrían tener un programa en la retaguardia en lugar de un empacho de buenas voluntades. No se me escapa que existen otras urgencias tras la losa de la política convergente, ni que hasta hace poco han vivido asediados por la marrullería general, pero la indulgencia no parece buena consejera ni siquiera cuando se plantea desde una voluntad próxima. Caterina Mieras sigue navegando entre incógnitas, apareciendo en convocatorias familiares, buscando desesperadamente interlocutores para aportar orientaciones de fondo, pero hasta ahora sólo hemos visto una tanda de días grises y síntomas depresivos en los despachos y más tiempo dedicado a Carod Rovira que a Kant a pesar de que el filósofo alemán también daba largos paseos y meditaba.

Ignoro si en Francia el movimiento de la cultura ha tenido repercusión en el resultado de las elecciones regionales que han puesto a todo el centro derecha francés en la picota. En todo caso, es una de las múltiples grietas entre un gobierno que había declarado la guerra a la inteligencia y una sociedad civil fuertemente ideologizada. Me gustaría pensar que este malestar se propaga en Italia y permite desalojar al sátrapa Berlusconi y su infumable mediocracia. Creo evidente que en España ha contribuido a rechazar todas y cada una de las patrañas del aznarismo, desde el ámbito académico al movimiento de la farándula, de los sectores artísticos al mundo de la prensa. Tal vez la cultura española no haya cavado trincheras -hay muchos colectivos dependientes de los presupuestos de la Administración y no pocos intelectuales viviendo del bolo y las reuniones de mesa y mantel-, pero ha destilado bilis en las alcantarillas y ha potenciado que el electorado actúe con cultura política y no lobotomizado ante la televisión de Urdaci.

Tal vez no sea mucho a la vista de la fuerte temperatura emocional de las últimas semanas. Pero parece suficiente para reclamar al nuevo equipo que tome nota de la condición estratégica de los procesos culturales y que formule propuestas de mediación, fuera de cualquier dirigismo político, destinadas a estimular la conciencia crítica y no el formato de la indiferencia.

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Domènec Font es profesor de Comunicación Audiovisual de la Universidad Pompeu Fabra.

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