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Reportaje:

El golfista más querido

La sociedad estadounidense disfruta con la victoria de Phil Mickelson en el Masters de Augusta

Carlos Arribas

"No hay nada como ser padre".

Hace casi cinco años, el 20 de junio de 1999, Payne Stewart, intentaba consolar a Phil Mickelson. Acababa de terminar el Open de Estados Unidos en Pinehurst. Un putt para par en el 18 le había dado la victoria a Stewart, quien pocos meses después moriría en un accidente aéreo. Mickelson, que había perdido por un golpe, justificaba una vez más el cruel lema que le acompañaba desde hacía años: el mejor jugador que no ha ganado un grande (lo que significaba: que nunca lo ganará). Sin embargo, aquellos días los medios no se sentían con el estado de ánimo justo para ser crueles con el derrotado una vez más. Aquel 20 de junio era el Día del Padre. Aquel domingo, igual que había hecho el miércoles, el jueves, el viernes y el sábado, Mickelson había recordado a todos que su mujer estaba a punto de dar a luz a Amanda, su primera hija, y que llevaba un busca en el bolsillo del pantalón. "En cuanto suene", dijo, "dejo los palos donde esté y me voy volando a la clínica para estar con ella. El nacimiento del primer hijo es más importante que un torneo de golf, por grande que sea".

Plas, plas, plas. Aplausos de la prensa. Algún gimoteo. Y Stewart, de 42 años, subrayándoselo: "No hay nada como ser padre. Eres joven para el golf y para la vida. Tendrá hijos, ganarás grandes".

Amanda nació al día siguiente y el domingo estaba, pura bola de rizos rubios, casi blancos, al borde del green del 18 junto a su madre, Amy, y dos hermanillos más. Unos metros más allá, en el centro de un círculo que era como la boca de un volcán, estaba su padre, enfrentado con una sonrisa y un palo en la mano izquierda al putt que iba a cambiar su vida. Por primera vez tenía él la oportunidad. Era el dueño de la situación. En 1999, Stewart, y en el PGA de 2000, Toms, habían embocado el putt que le había dejado a él a las puertas, por fuera. En ese momento era él quién tenía la oportunidad de privar a su gran duelista, el surafricano Ernie Els, con quien llegó igualado al último hoyo, de su primera chaqueta verde. Empujó suavemente la bola por la línea de caída que minutos antes le había marcado su compañero DiMarco, esperó unos segundos a que la bola recorriera los casi seis metros hasta el agujero y, tras embocar y abrazarse con todo el mundo en el green, cogió a Amanda en brazos y le gritó a la niña sorprendida: "Papá ha ganado, ¿puedes creértelo?"

"Sí, me he acordado en ese momento de Payne Stewart, de las palabras que me dijo, de lo extrañamente proféticas que resultaron", confesó luego Mickelson, educado y sonriente hasta la exasperación.

La crisis de Tiger Woods, que no gana un grande desde junio de 2002 y que ni siquiera ha sido capaz de luchar por la victoria de ninguno desde entonces, había dejado desamparado y perplejo al mundo del golf estadounidense. Fabricantes, anunciantes, medios de comunicación, aficionados, temían que sin el Tigre se vendría abajo el inusitado crecimiento de su deporte los últimos años. Para ellos, así, el descubrimiento del nuevo Mickelson, el Mickelson ganador que ha abandonado su eterna sonrisa bobalicona e infantiloide, sus andares pesados y desacompasados, y los ha transformado en un nuevo aire de seguridad, en una actitud más desafiante, ha sido como maná caído del cielo. En vez de Woods, esquivo, serio, alejado, tienen a Mickelson, blanco, buena familia, licenciado en psicología, educado e impregnado hasta la médula de sólidos valores familiares. Mickelson siempre recuerda que es diestro pero juega con la izquierda porque empezó a jugar imitando los movimientos de su padre, sufriendo el efecto espejo, en el putting green que tenían en su jardín de San Diego, Mickelson siempre habla de sus hijos y casi siempre, como este domingo de resurrección, de su abuelo.

"Mi abuelo, Al Santos, coleccionaba las banderas de los greenes de todos los torneos que ganaba y la última vez que le llevé una me dijo: esto está muy bien, Phil, pero ¿por qué no me traes una de un grande alguna vez?", recordó emocionado Mickelson. "Y bien, mi abuelo murió a los 97 años el pasado enero, pero antes, en Navidades, me había dicho: estoy seguro de que el próximo será tu año".

Mickelson abraza a su hija Amanda en la cabina de anotación del hoyo 18.
Mickelson abraza a su hija Amanda en la cabina de anotación del hoyo 18.ASSOCIATED PRESS

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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