La fe revisitada
En Salamanca después de Semana Santa se celebra el Lunes de Aguas. Se cruza el Tormes, se come el hornazo y oficialmente se dan por terminados el recogimiento y la penitencia del tiempo de pasión y torrijas. Esa fiesta, tan descaradamente pagana, nos recuerda que después de la penitencia, podemos volver al pecado. Dios y el diablo otra vez cabalgan juntos. Después de la semana de Pasión, las pecadoras, los pecadores, regresaban a sus casas llanas, volvían por dónde solían. Todavía hoy se sigue celebrando aquel regreso de las prostibularias a la ciudad. Reminiscencia de siglos, recuerdo de los tiempos en que a las hetairas se las expulsaba temporalmente de la ciudad. El pecado estaba prohibido durante esa semana. Para evitar la tentación se las sacaba de sus lugares de amores mercenarios -no muy lejos de la Catedral-, se las obligaba al paro, se las exiliaba al otro lado del río, entre los árboles. Hoy como ayer, los católicos pecadores celebran, quizá sin saberlo, el regreso de aquellas mujeres públicas. Hoy no hay paro. Nosotros no tenemos ramadán. Somos los buenos. Usamos a las mujeres, las contratamos, alquilamos y explotamos en Salamanca, en la calle de la Montera madrileña, en el Parque del Oeste o en las páginas de los periódicos católicos, apostólicos o agnósticos. Un respeto, somos el occidente cristiano. Los patriotas, los moralistas. Los descendientes de los cruzados. Los legionarios que tomamos el nombre de Dios en vano. Los que llenamos el cine para ver la farsa de Mel Gibson. Los pagadores con visa de las verónicas que vienen del este, del sur y de los barrios donde la ciudad cambia de nombre. De estas cosas, de estos diablos de antaño y de siempre, hablaba en Salamanca con Aute, que allí sigue exponiendo sus dioses y sus demonios, sus mujeres y sus fantasmas. También hablábamos del regreso de Satanás. Parece que anda suelto Lucifer. Y pasea por nuestros trenes. Mata en Madrid, nos mata y se mata en Leganés. El demonio son los otros. ¿También nosotros?
Me escapé a Cuenca, a la ciudad levítica, a perderme y encontrarme entre sus piedras, sus cuestas, sus bares. Siempre regreso a mis lugares del crimen, al pecado carnal que regentan los hermanos Millán, a su barra de La Ponderosa, donde los tomates, los huevos y los escabeches parecen devolvernos a una patria remota que debe estar en la infancia, como muy bien dicen Rilke y Ana Botella. Descanso en la posada de San José y alimento el espíritu con las músicas religiosas. En la iglesia románica de Arcas pude emocionarme con Gustav Leonhardt, para después compartir su amor por la sorpresa con los renovados vinos manchegos. La elevación mística del maestro del clave no está reñida con el gozo de una codillera en un restaurante como el Nelia. Y lo digo con la complicidad de testigos tan significados, y creo que ateos gracias a Dios, como Luis Suñén, Javier Alfaya, Arturo Reverter o Ruiz Mantilla. Unos maestros en disfrutar, con silencio y elevación, unas cuantas misas cantadas, para entregarse con pasión al morteruelo. Disfruté en conventos de recogidas monjitas, por ejemplo las Petras, que han sabido seguir cantando músicas anticlericales escritas en latín en la Baja Edad Media -seguramente sin saber bien lo que contenían-, y me volvió por unas horas la fe en el Teatro Auditorio con un público que se elevó en comunión con ese genial dandi de la música llamado Eliot Gardiner. Inolvidable su dirección de la misa de Bach. En el mismo lugar que aplaudimos las modernas tinieblas del joven Sánchez Verdú y dónde se inauguró esta semana musical con el más universal de nuestros músicos clásicos, Jordi Savall. Divos aparte.
Savall, que no para de recorrer el mundo con sus músicas rescatadas, hizo doblete conquense. En soledad, acompañado por su viola de gamba, con una leve luz genital, con un público entregado, rodeado de las negras pinturas de Millares que tienen su mejor asiento en la fundación de Antonio Pérez, nos hizo gozar con sus acercamientos tan humanos de una música que se lleva bien con la modernidad de ese museo que una vez fuera convento. Todos contentos gracias a Antonio Moral, el director de la Semana de Música Religiosa de Cuenca, un manchego cosmopolita, capaz de llevarse bien con el obispo, con Andrés Amorós o con el pintor Frederic Amat, que había peregrinado de la India a Cuenca para ver a Savall. Merece la pena. Jordi Savall, un genio tranquilo, universal, que confesó en la vieja ciudad de Cuenca que la noche del 14 de marzo brindó con champaña en Viena. Otra semana para brindar, con permiso del obispo, para ser más justos, más religiosos al estilo de Buñuel. Al estilo de Antonio Banderas en Málaga, al estilo de Cristóbal Toral, el pintor que firma el cartel malagueño de esta Semana Santa, el mismo que nunca olvidó su nacimiento en una cueva, que creció sin bautizar, que tuvo que hacer su primera comunión entre niños pobres, entre olvidados, cuando estaba a punto de hacer la mili.
Fe revisitada. Semana que fue santa para rezar a la manera de Mercedes Cebrián: "aunque ya no nos quede ni una esquirla de la fe hecha añicos en la infancia, aunque el código nos resulte ilegible, al menos se salvaron algunos caracteres del vasto patrimonio gestual de la oración". La música en Cuenca es nuestra manera de rezar.
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