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Cuestión de estilo

Daniel Innerarity

El debilitamiento de los grandes proyectos ideológicos ha situado en primer plano la cuestión del estilo político. Cuando las diferencias ideológicas se atenúan, las preferencias de los electores terminan fraguando por relación con la manera de hacer la política, cuya forma acaba siendo prioritaria frente a cualquier contenido. El aspecto más banalizante de esta transformación lo constituye la tendencia a formular sus elecciones a partir de criterios "estéticos": la simpatía, la proximidad, incluso el modo de hablar o vestir, es decir, en la dimensión de la representación, que tiene una importancia central en un momento en que la política consiste fundamentalmente en escenificar y gobernar es parecer. En este sentido tenía razón Aznar cuando, en su reciente entrevista en Le Monde, criticaba la sumisión de algunos políticos a la exigencia de hacerse el simpático, a la que él personalmente nunca ha cedido, como es bien notorio.

Pero el estilo en política tiene otra dimensión que merece ser tomada en serio: cuando el estilo es más talante que cosmética. Hay momentos en que la forma anuncia un contenido, el aspecto se convierte en el fondo de las cosas y uno comprende cuánta razón tenía Camus al afirmar que la política es un acento. En este país las formas se han convertido en un asunto central sobre todo a partir de la experiencia de su degradación en los últimos años. Como cuando Fernando de los Ríos aseguraba que ser respetuoso era casi revolucionario, las exigencias de la mera educación han vuelto a convertirse en una reivindicación elemental tras el hastío que ha generado en la política española un largo tiempo de desprecio a la oposición, monopolio de la Constitución, ausencia de diálogo, desconsideración de la voluntad popular y falta de respeto a la legítima aspiración ciudadana por saber la verdad acerca de los asuntos que le conciernen.

Estas actitudes no podían mantenerse ilimitadamente, al menos si es cierto el principio de Giddens según el cual los viejos mecanismos del poder no funcionan en una sociedad en la que los ciudadanos viven en el mismo entorno informativo que aquellos que los gobiernan. Las sociedades pluralistas excluyen la posibilidad de ser gobernadas de una forma autoritaria. Me gustaría creer que existe algo así como una astucia de las cosas, una selección natural de los líderes que castiga a quien adopta una actitud que no está a la altura de los problemas que deben resolverse y premia a quien les hace frente de la manera más adecuada. Esto no es una cuestión propiamente ideológica o de programa, sino de carácter, que la gente suele acabar identificando y a partir de la cual formula su elección. Y precisamente lo que se venía echando en falta era un talante que combinara modestia, disposición al diálogo y cercanía a los ciudadanos. Hay quien ofrecerá explicaciones más coyunturales para los resultados de las últimas elecciones, pero yo prefiero indicar que existen también otras explicaciones más lógicas que se inscriben en la larga duración de los procesos históricos. Era algo que tarde o temprano tenía que traducirse electoralmente: en sociedades complejas los modelos y procedimientos para gobernar no pueden pretender una forma de unidad que anule la diversidad; la política se convierte en una prestación que resulta muy precaria en la sociedad contemporánea: moderar el conjunto, trabajar en orden a hacer compatible la diversidad ideológica, funcional, identitaria y de intereses. El modo autoritario fracasa porque infravalora la complejidad y la dinámica de la sociedad.

El estilo adquiere una centralidad en la cultura política porque la realidad se ha vuelto tan compleja que la gente no tiene más remedio que confiar. Como dice Luhmann, confiar es la primera forma de reducir la complejidad. Cuando la incertidumbre es grande, los políticos absorben la inseguridad que los ciudadanos no están en condiciones de soportar. Hay formas siniestras de obtener confianza, como la del líder arrogante que continuamente alude a que sabe algo que nosotros no sabemos. Pero hay también una versión democrática de la confianza y que consiste en que cuando los asuntos son complicados el gobernante promueve la coordinación para hacerles frente entre todos. Esa misma complejidad que obliga a los ciudadanos a confiar es la que impone en los gobernantes el estilo suave e integrador.

El problema no es caer bien a los electores o no caerles demasiado mal, sino tener las actitudes más adecuadas para resolver los problemas que se plantean. Todo parece indicar que el nuevo estilo político que se viene abriendo paso responde bien a la naturaleza de los problemas que habrá de gestionar. Los difíciles problemas que tienen que ver, por ejemplo, con el terrorismo y la seguridad requieren precisamente paciencia diplomática, coordinación de los servicios de inteligencia y una paciencia sostenida para tejer los escenarios de la multilateralidad. Y los conflictos relativos a la política territorial exigen acostumbrarse a tratar los asuntos políticos como cuestiones en torno a las cuales se puede discutir, pactar y negociar, no siempre como cuestiones de principio, lo que termina generando dinámicas centrífugas. En ambos casos, en el difícil escenario internacional y en el espeso desencuentro doméstico, se trata de confiar la integración de las sociedades a los procedimientos capaces de convocar y no tanto a las estrategias para imponer.

Todos los cambios de personal no son nada mientras no precipitan en procedimientos institucionales. Quienes han obtenido una confianza por su forma tienen la obligación de convertirla en algo más, de transformar la superficie en fondo, el estilo en contenido. Tal vez sea ésta la nueva forma de producción de ideología, acreditada en lo que se hace y no en lo que se profesa doctrinariamente.

Daniel Innerarity es profesor de Filosofía de la Universidad de Zaragoza.

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