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Reportaje:TEATRO

El horror consentido

Javier Vallejo

En un contexto menos permisivo, la práctica de la leucotomía hubiera acabado conduciendo al banquillo a Antonio Egas Moniz, su inventor, y a Walter Freeman, su promotor principal. Sin embargo, al neurólogo, escritor y político portugués le valió el Nobel de Medicina, y a su colega estadounidense, la fama. Sin tener su teoría suficientemente fundamentada ni estudios previos hechos, Freeman y el neurocirujano James Winston Watts, por un lado, y Moniz y Almeida Lima, por otro, se lanzaron a practicar operaciones y a proclamar sus resultados: pacientes difíciles de manejar se volvían dóciles. Ése era su éxito. Pero, interesadamente, pasaron por alto que perdían personalidad, iniciativa, sentido de la orientación y, a veces, hasta el control de los esfínteres. Lo peor de esa intervención quirúrgica es su irreversibilidad: la conexión entre los lóbulos prefrontales y el tálamo había de cortarse a ciegas -rotando un objeto punzante a través de dos orificios practicados en el cráneo-, se producían hemorragias y, con frecuencia, la muerte del paciente. Con todo, la popularidad de la leucotomía y de la lobotomía (variante practicada por Freeman) corrió como el fuego por un reguero de pólvora cuando a Moniz le dieron el Nobel, en 1949. Ese año en el psiquiátrico de Junquery -el mayor de Suramérica-, en São Paulo, se practicaron 700 operaciones, casi todas en mujeres internas. En Estados Unidos, el número de intervenciones se multiplicó por cincuenta: Freeman, que no era cirujano, las practicaba ahora con sus propias manos, introduciendo una especie de estilete a través de la cuenca del ojo, con anestesia local y en un tiempo récord de quince minutos. En diez años hizo 2.400. En Suecia, entre 1947 y 1966 fueron lobotomizadas 4.500 personas, mujeres la inmensa mayoría, pero también niños de sólo cuatro años. En Suramérica se operó a presos políticos, y en algún país se canjeó libertad por lobotomía.

Otras víctimas de esta psicocirugía fueron Rosemary Kennedy, hermana del presidente John Fitzgerald, que quedó incapacitada para llevar una vida normal; y Rose, hermana de Tennessee Williams: Blanche Dubois, protagonista de Un tranvía llamado deseo es, dicen, su vivo retrato. La operación la dejó inválida y el escritor, muy afectado, llevó el tema a escena en De repente, el último verano (1958), que pasó al cine de inmediato con Elisabeth Taylor, Katharine Hepburn y Montgomery Clift, y contribuyó decisivamente a crear conciencia de que la lobotomía estaba siendo utilizada para quitarse a parientes molestos de en medio. Esta operación servía a los hospitales psiquiátricos para "optimizar costes": su precio era de 250 dólares; el de la manutención de un paciente, 35.000 anuales. También se usó para ajustar cuentas con internos rebeldes. En Alguien voló sobre el nido del cuco (1961), Ken Kesey plantea el caso de un preso desenvuelto y canalla es rebotado de la cárcel al psiquiátrico. Allí se enemista con la médico que le toca en suerte, la desafía y pierde el envite. La versión teatral, elaborada por Dale Wassermann, autor de El Hombre de La Mancha, oscila entre la comedia decidida del primer acto y el melodrama en el que finalmente se precipita el segundo. La diferencia principal con la película que Milos Forman rodó 14 años después estriba en que en la obra el papel del jefe Bromden (el indio gigante y sordomudo) tiene más relieve, y sus monólogos interiores sirven de bisagra entre escenas.

Alguien voló sobre el nido del cuco se acaba de estrenar en Madrid, traducida y dirigida por Jaroslaw Bielski e interpretada por 16 actores en el teatro Réplika, que abrió recientemente en una nave industrial, entre Cuatro Caminos y la Colonia Metropolitana: en esta ciudad desde hará un par de años se viene abriendo un teatro nuevo cada dos meses. Y hay público para todos.

Alguien voló sobre el nido del cuco. Teatro Réplika. Justo Dorado, 8. Madrid. Hasta el mes de junio.

Una escena de 'Alguien voló sobre el nido del cuco'.
Una escena de 'Alguien voló sobre el nido del cuco'.

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Sobre la firma

Javier Vallejo
Crítico teatral de EL PAÍS. Escribió sobre artes escénicas en Tentaciones y EP3. Antes fue redactor de 'El Independiente' y 'El Público', donde ejerció la crítica teatral. Es licenciado en Psicología, en Interpretación por la RESAD y premio Paco Rabal de Periodismo Cultural. Ha comisariado para La Casa Encendida el ciclo ‘Mujeres a Pie de Guerra’.

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