_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Las claves del éxito

Para muchos, el resultado electoral del 14 de marzo ha sido una gran sorpresa, una noticia inesperada. Para otros, y también para bastantes de los primeros, se repetía la reflexión sobre lo incomprensible de que errores graves, como el del Prestige o la imprudente y poco meditada decisión de apoyar fervientemente a los americanos en una guerra preventiva justificada por hechos no demostrados y con violación de la legalidad internacional, no hubieran pasado factura al Partido Popular. Había otros temas que incomodaban a sectores cuantitativa y cualitativamente importantes de la ciudadanía y que, incluso en momentos álgidos, habían producido serias y amplias protestas. Pero nada de eso hacía descender excesivamente las perspectivas de voto del Partido Popular. Además, algunos temas de las últimas semanas, como la inoportuna e injustificada visita del señor Carod Rovira a ETA, en el sur de Francia, o la declaración de tregua de ETA sólo para Catalunya, por no señalar algunas que venían del interior del PSOE y de palabras poco meditadas de dirigentes importantes, habían colocado a José Luis Rodríguez Zapatero en posiciones complicadas y, en algunos casos, desairadas.

De todas formas, durante la campaña electoral la situación empezó a cambiar con planteamientos sencillos, inteligentes y razonables del candidato socialista, que afrontó con claridad los temas que preocupaban a la gente. Por su parte, Mariano Rajoy hizo una campaña discreta, de tono bajo y sin estridencias, aunque con descalificaciones continuas al partido socialista. El presidente Aznar contribuyó a esas descalificaciones con una mayor contundencia, al tiempo que autoelogiaba la política del Gobierno sin ninguna concesión a la autocrítica.

Y llegaron los terribles atentados del 11 de marzo, el horror, la tristeza, la muerte, pero también la erguida solidaridad de los madrileños, de los demás españoles y de muchos ciudadanos, así como de las autoridades europeas y de otros muchos países del mundo.

En una situación de normalidad, una conmoción tan terrible hubiera producido, ante unas elecciones inmediatas, un efecto de apoyo al Gobierno, de cerrar filas con el poder por razones de seguridad. El terror ante el daño real y gravísimo hubiera debido inclinar la balanza a favor del orden y de la aplicación rigurosa de la ley, sin otras consideraciones.

Sin embargo, concurrieron otros factores que, desde el atentado como catalizador, orientaron el voto en sentido contrario y se produjo un resultado sorprendente e inesperado por lo abultado de la victoria socialista. El PSOE superó los más de dos millones de votos de diferencia en favor del PP y añadió a su favor más de un millón. En aquellas horas, todos los reproches y los agravios se activaron y abandonaron el estado de latencia en que se encontraban. Muchos pensaron que un país tan vinculado históricamente con la cultura islámica y contemporáneamente con los países árabes se había transformado en objetivo terrorista por la guerra de Irak, en la que nos vimos inmersos con el pacto de las Azores y con el acrítico apoyo a las políticas de Bush. También reaparecieron el Prestige y el "Nunca máis", el decretazo, la situación de violencia y de inseguridad, la tensión con algunos partidos y con algunas comunidades autónomas, y la continua demonización del PSOE y el trato despectivo con José Luis Rodríguez Zapatero. También se sumaron la irritación por las ventajas injustificadas que se otorgaron a la enseñanza de la religión en las escuelas, equiparándola con las asignaturas fundamentales; la contrarreforma de la Ley de Calidad, que cerraba el principio de generalización del derecho a la educación, y la LOU, no sólo en la limitación de la autonomía universitaria, sino también en una aplicación no consensuada con las universidades, con situaciones esperpénticas como en la realización de las habilitaciones para la selección del profesorado. Hasta los profesores más afines al PP tuvieron que criticar un sistema imposible. Todos comprendieron que el sistema conducía a la catástrofe, ante la distancia de la señora ministra, que se encontraba muy satisfecha con su obra.

Al tiempo, una sensación general de incomodidad, de tensión, de falta de comunicación, de vivir un ambiente poco respirable de arrogancia y de descalificación de discrepantes y de oponentes, de propaganda y de información sesgada y maliciosa en medios públicos de comunicación y también en algunos privados, llegando incluso al día siguiente de las elecciones a infectar la prestigiosa tercera página de Abc, empezó a generalizarse, a hacerse patente en el espíritu de muchos ciudadanos.

Dos anécdotas personales me hicieron pronto participar de esa toma de conciencia colectiva, al particularizarse aquello que parecía obvio en su generalidad. Por una parte, el Ministerio de Ciencia y Tecnología denegó una petición para formar una red de derechos humanos, que encabecé con otros numerosos catedráticos y profesores siguiendo una línea de investigación que llevo cultivando desde hace 30 años, por carecer, según dijeron, de pluralismo ideológico, entre otras pintorescas razones. Por otra parte, después de una intervención en una Comisión de la Asamblea de Madrid para informar de la situación de las universidades públicas madrileñas, me encontré reflejado en los medios de comunicación un brutal ataque personal del portavoz del PP en la Asamblea, acusándome de manipular a los universitarios para que fueran a la huelga, generalizando después a todos los rectores y a todas las universidades por gastar sin límites y no rendir cuentas. Esas expresiones desmesuradas, injustas, incluso injuriosas y hasta calumniosas, no merecieron ningún comentario ni ninguna reflexión de la señora presidenta de la Comunidad de Madrid ni del señor consejero. El clima había llegado incluso a situaciones institucionales hasta entonces exentas de ese nivel de baja politización.

No debe extrañar la reacción de las urnas. Muchas personas se concienciaron en la campaña, otras con la sacudida del atentado, y pensaron que la única solución era enviar al Partido Popular a la oposición. Apareció la grandeza de la democracia y de la libertad del hombre ante el voto, uno de los signos en los que reside nuestra dignidad. Dimos la razón a Michelet cuando dice que "el hombre es su propio Prometeo" cuando concibe a "la historia como el autohacerse de la humanidad". En ese contexto, pierden sentido otras explicaciones que intentan deslegitimar y desvalorizar el voto, vinculándolo a la cobardía o a un apoyo a Bin Laden y a los terroristas. Es fruto de propagandas detestables en el surco de Carl Schmitt y reproducidas por algunas mentes sencillas como la del presidente Bush o, ya en casa, la del ex alcalde señor Álvarez del Manzano y otros. Sólo merecen atención en cuanto a que pueden prender en otras mentes igualmente sencillas o excesivamente crédulas y contribuyen a los intentos de deslegitimación del resultado.

En todo caso, el segundo ele-mento decisivo ha sido la progresiva valoración que los ciudadanos han hecho de la personalidad de José Luis Rodríguez Zapatero y de la impronta personal de su talante en el programa electoral del PSOE. Creo que es un hombre tranquilo que merece y que produce confianza, con una sólida formación y con una visión lúcida de los acontecimientos y de las soluciones. La integración de la razón, del sentimiento y de la intuición han compuesto un carácter comunicativo y abierto. Ha sabido sortear dificultades serias y obstáculos importantes en estas semanas con sentido común y buen hacer. Los ciudadanos han apreciado su capacidad para no generar tensión y para construir consenso. Ideológicamente es firme, con un bagaje jurídico sólido, laico y republicano -en el sentido de la ideología que con raíces clásicas arranca en la modernidad con Maquiavelo, Milton, Harrington, los levellers, el padre Feijoo y los ilustrados, entre otros muchos-. Convergen en él, como en el mejor socialismo democrático, elementos liberales, democráticos y socialistas. Ha tenido, además, que imponer esa su verdadera imagen frente a prejuicios, falsedades y equivocaciones en su identificación y en su valoración. Los ciudadanos han votado al verdadero José Luis Rodríguez Zapatero y no a su percepción distorsionada. Su tacto y su sensibilidad personal cultivada han desembocado en una personalidad política singular, firme y que respira credibilidad por todos sus poros.

Ahora hay que mirar el futuro con confianza, aunque con conciencia de las grandes dificultades con que se encuentran España y toda Europa en la coyuntura actual. Percibo, ya desde antes de las elecciones y más después de ellas, una crispación producida por el talante y las políticas del presidente Aznar y seguida por amplios sectores de su partido. Los centristas del Partido Popular están silenciosos, y esa dialéctica puede generar tensiones e incomunicaciones desde la política del amigo-enemigo. El camino hacia el centro del Partido Popular no se puede detener por haber perdido unas elecciones. Nunca el objetivo de un partido puede ser destruir a su adversario: es suficiente con que sepa ganarle las elecciones y que no se irrite cuando las pierde. Si se siguen algunas tendencias radicales que afloran en estos días, el Partido Popular se alejará de su horizonte y lanzará un peligroso torpedo a la línea de flotación de la Constitución. Lo mismo se puede decir si los ganadores siguen ese surco. Adelante -en esta nueva coyuntura-, pero con juicio, como decía el personaje de Los novios, de Manzoni. Rodríguez Zapatero ha sido elegido para gobernar España con el programa que ha presentado. La oposición tiene la obligación de controlar al Gobierno y de ofrecer sus propias opciones para recuperar el poder. La Constitución marca los valores, los principios, los derechos y los procedimientos para la dinámica política. Fuera de eso sólo está la violencia, la lucha de todos contra todos, que es como el infierno de la vida social.

Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía del Derecho y rector de la Universidad Carlos III de Madrid.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_