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Columna
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Tibio rayo de sol

Mucha gente lamenta, y yo me sumo, la pérdida de aquello que se llamaba educación, buena educación; no el trasvase de conocimientos, sino las formas de convivencia, tratado con largueza en esta columna, que hacen menos ingrato el ambiente en que vivimos. Ya se sabe -o se sabía- ceder el paso a un anciano, el asiento a una señora visiblemente embarazada, saludar cuando se llega a un lugar cerrado, sea la consulta del médico, el despacho del abogado, la pequeña cafetería donde tomamos el primer cortado, al vecino en el ascensor, al conductor del autobús, mientras controlamos el tique, en suma, en casi todas partes. También desear buenos días cuando se descuelga el teléfono, dar las gracias por una información, aunque sea obligada...

Más de una vez he recordado la panoplia de finezas desplegadas por nuestros parientes de la América española, que han comprobado con satisfacción cuantos les visitan, las muestras de respeto y deferencia hacia el prójimo. "A su servicio, con permiso, con gusto señor, señora...". No cuesta nada, apenas un segundo o dos de nuestro tiempo. Somos -o éramos- de una estirpe gentil y bien educada, incluso zalamera, como contrapunto al supuesto agrio carácter enlutado de nuestras clases altas. En todo Cervantes resplandece la cortesía común a todos los niveles, tiempos en que se trataba de vos a la reina y a una moza de partido. Con la frontera infranqueable de un orgullo más que justificado. Nuestros soldados de los Tercios rendían fortalezas femeninas con melosa y enrevesada labia. Luego, no. "Todo lo aguantan en cualquier asalto, / sólo no sufren que les hablen alto", que era señal de villanía y menosprecio. Aquella urbanidad se acrisola a su paso por las provincias americanas, con el dulce deje de la sociedad criolla. ¡Ay, las formas, que han dejado de estar guardadas!

Era la última hora de la mañana, que para los madrileños son pasadas con holgura las dos, tiempo más próximo a la comida, en la parada del autobús. Por la ancha calle y la vecina plaza empezaban a escasear los vehículos. Enfrente, unos jardines donde se da el milagro de esta sorprendente ciudad, que tiene más árboles que ninguna capital europea y donde los setos, los parterres y las flores luchan y ganan la batalla a la contaminación. Sentada en el banco de la marquesina, una señora recibía, con los ojos entrecerrados, la caricia cautelosa del primer sol primaveral. A sus pies una bolsa de plástico y entre las manos, el bolso y los guantes de piel, reminiscencia de una ajada elegancia. Quizás había tenido una mañana difícil de gestiones, de tiendas, de trabajo duro y aquél era un momento de relajo. Cuatro o cinco personas esperábamos el vehículo municipal. Un fulano corpulento se puso delante, hurtando a la dama la gratuita caricia del sol distante. Ella desplazó un poco el cuerpo hacia la derecha y el sujeto, como si estuviera afectado por sus movimientos, también se desvió hacia aquel lado. Vuelta la heliófila ciudadana y nuevo movimiento del estólido sujeto que proyectaba su indeseable sombra. Estaba de espaldas y no parecía posible achacarle una malévola intención lesiva.

¿Saben ustedes lo que me entristeció de aquel ingrato gesto? Precisamente que el tipo no lo hacía a propósito, ni por mortificar al semejante, que también esperaba el autobús. Simplemente, no se daba cuenta de estarle privando de aquel providencial regalo. Ni por un segundo pensó que el sol que le daba en la cara tenía que proyectar una sombra a quien estuviera detrás. La brutal y gratuita tosquedad que se reunían en aquel individuo eran innatas, porque seguramente nadie se había preocupado en mostrarle las ventajas de ser considerado y atento con los demás.

En el último pueblecito mejicano, nicaragüense, chileno, en la más humilde de las chozas, cualquier niño conoce mayor número de fórmulas de agrado que muchos diplomáticos europeos. Lo que no hace mucho era también usual en las profundidades del campo español, donde un pastor en su cabaña podía tener modales principescos. Creo que serán muy útiles a nuestros descendientes los ordenadores a los cinco años y el dominio del inglés en primera enseñanza y me pregunto en qué capítulo de los presupuestos se podrían encajar unas elementales reglas de urbanidad que no se olvidan jamás. Estuve a punto de apartar de un empujón al zafio ladrón del sol. Me contuvo el que me llevaba la cabeza en estatura y era mucho más joven. ¡Que si no...!

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