Las flores de Atocha
La estación concentra cada día más ciudadanos que rinden su homenaje a las víctimas del 11-M
La primavera se adelantó un día en Madrid. Si no fuera por el motivo que llevaba ayer a miles de ciudadanos a la estación de Atocha, el llanto de muchos y la circunspección de todos, se diría que aquello parecía una romería. "Disculpe, ¿dónde está el altar de las velas?", preguntaba una chica a dos mujeres que salían cabizbajas. Sólo había que seguir al gentío. Antes de que vuelva algún día la normalidad, muchos querían pasar a rendir su homenaje aprovechando el día de descanso en la capital y la meteorología favorable. Comenzaba el primer fin de semana tras la confusión.
Era mediodía cuando se hizo la música en el lugar del duelo. Las voces de 11 grupos de la Federación Coral de Madrid entonaban versos sombríos como de misa y una propuesta para el futuro: el Himno a la Alegría, "el canto alegre del que espera un nuevo día...". José Antonio Peñaranda, presidente del Coro Omega, tuvo la idea el pasado martes. Explicaba que Renfe les puso todas las facilidades y allí se fueron a cantar por las víctimas los que respondieron a la convocatoria de la página web de la Federación. "Ha sido muy emocionante", decía Peñaranda. Muchos de los cantores, la mayoría personas mayores, salían llorando del velatorio de la primera planta de Atocha, conmovidos por la escena que acababan de propiciar. El público agradeció la música con más lágrimas, porque no se escuchó un aplauso.
Cuando el coro se hubo marchado, se pudo apreciar la amplitud que está tomando este santuario cívico de la solidaridad. Desde el jueves ha aumentado, doblando una esquina, con velas y carteles que toman las cabinas telefónicas de un muro invadido para el recuerdo. "Una parte de los cosladeños se fue con vosotros", reza una de las cartulinas del nuevo territorio de homenaje. Veintiún habitantes de Coslada (municipio del este de Madrid) cayeron el 11-M.
Se notaba ayer en Atocha que no era día laborable. Un montón de niños corría entre los pasajeros que se acercaban a mirar el velorio con sus maletas, unas jóvenes rumanas que pasaban santiguándose a la manera ortodoxa y los que llegaban rápido para dejar unas margaritas sin mayor ceremonia. Laura, de ocho años, está muy seria tras colocar su velita. Francisco, su padre, dice que la niña tiene que ver esto, porque a él, "de chico", le impresionó mucho ver las imágenes de la guerra de los Seis Días, "y fíjate qué lejos nos quedaba". Además, Laura llegó un día del cole diciendo que una cuidadora estaba desaparecida.
En el exterior de la estación, los madrileños tenían que hacer respetuosos turnos para leer los mensajes, poemas y pensamientos de los que ya han pasado por allí. Iban recorriendo el círculo de la cúpula como si fuera el deambulatorio de una iglesia, a paso lento, con el cuerpo encogido. Alguien se dedica cada día a colgar las Vidas rotas que publica este periódico en dos columnas de ladrillo rojo, donde la gente puede mirar de frente a las víctimas.
Ayer aparecieron dos ofrendas curiosas. Abajo, donde el olor a cera es más intenso, un gallego ha dejado todo un jardín zen. En una palangana de plástico llena de arena de playa hay un plantón de castaño, un bol con conchas en agua, y una cruz de falso granito con un mensaje de hermanamiento con Madrid, por esa otra catástrofe, la del chapapote. Arriba, en plena calle, un cuadro en gris y azul marino muestra un rostro angustiado con dos manazas huesudas abarcándolo. Es una cara que grita con el ceño fruncido, como en los cuadros de Guayasamín.
Socorro llega con su hijo Juan, -"somos vallecanos"-, dejan un ramo enorme y se marchan. Van a dejar más flores en El Pozo y Santa Eugenia, así, sin más. Cerca, Mary ha dedicado una tarjeta "a todos los padres que no están hoy con sus hijos". Ayer era San José, hacía calor y aquello estaba lleno de niños.
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