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Tribuna
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Hechos diferenciales

Matices y sutilezas analíticas al margen, no me parece que atribuir al desastroso manejo gubernamental de la crisis del 11 de marzo el sorpresivo vuelco en la intención de ir a votar y en el sentido de muchos votos del domingo 14 suponga empañar o desmerecer la victoria del PSOE. La tentación del PP, a la vista de la matanza de Atocha, de rebañar la cazuela del antiterrorismo colgándole los muertos a ETA no habría sido tan autodestructiva para sus intereses electorales si Rodríguez Zapatero y el partido socialista no hubiesen estado ahí, como receptores creíbles y honestos de la indignación ciudadana ante las turbias trapacerías del Gobierno de Aznar. Sólo la previa capacidad del secretario general del PSOE para desmentir -sin estridencias- el dictado de "insolvente" lanzado por la derecha le puso en condiciones de capitalizar la rabia de la calle frente a los torpes trucos de los funambulistas de La Moncloa.

Dicho esto, creo que las repercusiones electorales de la tragedia del 11-M han sido, en Cataluña, mucho menores que en el resto del Estado, por la simple razón de que aquí el efecto anti-PP ya estaba en buena parte descontado. Basta releer ahora las encuestas publicadas por distintos medios de comunicación alrededor del 6 y el 7 de marzo para constatar que su acierto en la previsión del voto de los catalanes -particularmente en la atribución de escaños a Convergència i Unió, a Esquerra Republicana y a Iniciativa Verds- fue muy elevado, por contraste con el erróneo pronóstico acerca de la victoria del PP en España.

De hecho, estos comicios generales de 2004 poseían entre nosotros, desde tiempo atrás, cierto carácter de referéndum contra la política del Partido Popular, un carácter que la agresividad de éste hacia el flamante Gobierno de Pasqual Maragall y la posterior desmesura en la explotación del caso Carod no hicieron más que acentuar, y que la dramática tensión de los tres días previos al voto todavía exacerbó más. En este sentido, ser enemigo -el peor enemigo- del PP constituyó para cientos de miles de electores catalanes el rasgo más apreciado a la hora de decidir su voto, y de ello se han beneficiado algo Iniciativa, mucho Esquerra y muchísimo el PSC, que además recogió la oleada final de abstencionistas o escépticos movilizados por la manipulación del atentado de Madrid. José Montilla -"si tu vols derrotarem el PP", ¿recuerdan?- podía vanagloriarse de representar a la única fuerza capaz de echar al PP del poder, y la fórmula le ha ido de perlas. A Josep Lluís Carod Rovira nadie pudo disputarle la condición de bestia negra del aznarismo, de víctima de los mayores vilipendios oratorios y mediáticos lanzados por la derecha española en mucho tiempo, y los frutos para ERC han sido espectacularmente buenos...

Estos vientos de plebiscito eran tan evidentes desde la precampaña que incluso Convergència i Unió trató de recogerlos en sus velas lanzando severas críticas contra la política y el estilo de Aznar y del PP. ¿Críticas falsas e impostadas? Seguro que no, pero tardías y poco verosímiles después de ocho años de pactos, cuatro de ellos a partir de la debilidad y la dependencia. En tales circunstancias, CiU no ha capitalizado en absoluto la hostilidad contra su antiguo aliado -más bien ha sufrido las salpicaduras colaterales de ella- y conserva sólo el voto más militante, más ideológico, el voto de la lealtad. Es un voto considerable (829.000 sufragios), valioso para la federación y estratégico para el país, pero poco familiarizado con la cultura de la oposición y el testimonialismo. A Convergència le toca, pues, adaptarse a las nuevas condiciones políticas, y a Duran Lleida, administrar sin arrogancia ni pedigüeñería la posibilidad de acuerdos legislativos con Rodríguez Zapatero. Para CiU, comienza un cuatrienio decisivo en todos los frentes.

Naturalmente, el principal perjudicado por la atmósfera plebiscitaria contra Aznar ha sido el Partido Popular, que el pasado domingo vio quebrarse su trabajosa marcha hacia la centralidad y la normalización política en Cataluña. Las causas resultan claras: en los últimos meses, los intentos del Gobierno central y del partido que lo sustentaba de deslegitimar la nueva mayoría instalada en la Generalitat y de convertir un error político -el de Carod- en un crimen inexpiable y de alcance global, que afectaba hasta a los concejales de Alella, esa dinámica ha herido la sensibilidad sociopolítica dominante en Cataluña incluso más que el desastre del Prestige o la guerra de Irak, y el PP -que se fue electoralmente de rositas en las municipales de mayo y en las autonómicas de noviembre- ha visto ahora como le abandonaban hasta 150.000 de sus votantes del año 2000, como los electores debutantes y los abstencionistas enmendados iban a por él, como su registro caía casi ocho puntos porcentuales. Sí, es probable que Josep Piqué, que Dolors Nadal, que Alicia Sánchez Camacho no compartiesen el estilo tremendista de su liderazgo madrileño -esa grotesca transformación de Carod Rovira en el Gran Satán...-, puede incluso que lo intuyeran contraproducente: el hecho es que no fueron capaces ni de corregirlo, ni de frenarlo, ni de desmarcarse de él. Es lo malo que tiene pertenecer a una sucursal: que careces de autonomía, de personalidad, de iniciativa propia; que te resignas a hacer de marioneta.

En síntesis: después de ocho años empeñado en la histórica misión de arrinconar a los nacionalismos y rehacer España, el señor Aznar se va dejando un Parlamento en el que es aritméticamente imposible alcanzar la mayoría absoluta sin el concurso de uno, de dos o de tres partidos nacionalistas, soberanistas o independentistas. No es mal epitafio, para alguien que se creyó un híbrido entre don Pelayo e Isabel la Católica.

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Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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