El terror y sus intérpretes
El miércoles 18 de febrero, el espectador de la 2, de Televisión Española, tuvo la oportunidad de ver la entrevista que Carlos Dávila le hacía a Conchita Martín, viuda perteneciente a la Asociación de Víctimas del Terrorismo. Dicha señora reclamaba de la sociedad, reclamaba de todos nosotros, la comprensión, la solidaridad, el buen juicio, la honradez de trato que los dañados se merecen. Reclamaba la lealtad y la simpatía de cada uno con los damnificados por la violencia etarra. Creo que tiene derecho a exigirlas. Pero... ¿se deriva de esa circunstancia la aprobación de una determinada política? Si nos atenemos a lo que esta viuda sostuvo, parece ser que sí. Tengo para mí, sin embargo, que en esta circunstancia excepcional que estamos viviendo, y que agiganta lo que Conchita Martín decía en febrero, todo se está extralimitando, todo tiende a torcerse. Que uno sea víctima, que uno sea un damnificado de un terrorismo (deleznable, punible, como todos) no le da superioridad, no le da un juicio político atinado.
Cuando murió Franco, había muchos damnificados del Régimen: numerosas víctimas tuvieron que morderse la lengua, tuvieron que sofocar su dolor, tuvieron que sacrificarse por el bien de todos, que era la construcción de un marco constitucional común. No se procedió a incoar un expediente general contra los herederos y beneficiarios del Franquismo. ¿Qué fue aquello, una amnesia, como tontamente se dice ahora? Fue, más bien, un echar al olvido, según corrige Santos Juliá. Es decir, no se olvidan, sino que se recuerdan los ultrajes, ofensas, daños, muertes, torturas, vejaciones padecidas, pero para beneficio de todos, para facilitar la convivencia, no se tienen en cuenta. Con una gran dignidad, los comunistas españoles, los socialistas españoles, los republicanos españoles, los sindicalistas españoles, admitieron el sacrificio y aceptaron pactar para facilitar la transición. Años después, José María Aznar sostuvo que había llegado el momento de La Segunda Transición y fue a partir de entonces cuando la revelación de la Verdad, así con mayúsculas, y la defensa de la Identidad dañada se convirtieron en meta, en objetivo, en solución. En realidad, fue desde la invocación de esa Segunda Transición cuando, por emplear una expresión de Conversación en La Catedral todo empezó a "joderse, Varguitas".
Por las preguntas que hacía Carlos Dávila ante las cámaras se infería que o bien aceptábamos las tesis políticas de la viuda que comparecía, y entonces éramos gente cabal, o bien las rechazábamos, y entonces carecíamos de toda rectitud, de toda honestidad. Dávila es un periodista untuoso (en el doble sentido de la expresión) que conocen suficientemente los espectadores valencianos: hace unos años irrumpía cada semana en la televisión autonómica para participar en un programa multitudinario y bronco. Creo que debemos un respeto a las víctimas del terrorismo, siempre, en cualquier circunstancia, pero no puede pedírsenos que aprobemos sin más las directrices de la política española a partir de lo que alguno de ellos diga públicamente. ¿Alguien se imagina a una Asociación de Mujeres Maltratadas dictando con pormenor y minucia el sentido general de la acción de Gobierno o la letra menuda del Derecho Penal? Las víctimas tienen, claro que sí, todas las prerrogativas que da ser damnificados a los que la sociedad ha de proteger y satisfacer, pero nuestros representantes sólo han de tener un precepto y un requisito: no agrandar el mal, no infligir un daño suplementario a la ciudadanía si con ello se cree dar satisfacción a las víctimas. El Derecho Penal no es sólo punitivo y retributivo, no sólo está pensado para las víctimas, ni por supuesto para exculpar a los responsables de los crímenes, sino para garantizar la presunción de inocencia de cada uno de nosotros.
Los damnificados del terrorismo no son simples víctimas como las que ocasiona un accidente de carretera. Hacer esa comparación sería intolerable, deleznable. Nauseabundo, como algunos añaden. Propongo, por el contrario, comparar a esos damnificados con las mujeres que han sido víctimas de la violencia. Insisto: ¿alguien se imagina a una Asociación de las mismas dictando la política a seguir? No basta, desde luego, con prestarles, sin más, una atención humanitaria para de ese modo olvidarlas. Antes al contrario: con razón, los damnificados exigen de las autoridades acciones políticas, decisiones políticas, pero el bien, la bondad, no pueden confundirse con la reparación. Tzvetan Todorov hablaba en uno de sus libros más atinados de la tentación del bien como uno de los grandes males iliberales, como uno de los grandes daños del totalitarismo. El riesgo que corremos cuando nos proponemos alcanzarlo es confundir la justicia reparadora, a la que por supuesto tienen derecho las víctimas, con el ejercicio de la política, que exige sacrificios colectivos no para lograr metas o utopías, sino para crear un marco de convivencia. A fuerza de querer el bien, a fuerza de querer dar total reparación política a lo que es un daño ocasionado por criminales, podemos convertir el espacio público en un tribunal inquisitorial en el que condenar o aprobar políticamente. ¿Cómo decirlo? La víctima no puede dictar la cosa común, insisto. Hay que satisfacerla con la atención y cuidado del Estado: el recuerdo emocionado, las satisfacciones económicas a que tienen derecho, el homenaje público o la persecución implacable de los criminales sin darles respiro no son meros actos humanitarios. Son gestos, decisiones, audacias políticas, no caridades. Pero, sobre todo, la gestión gubernamental no debe ir en un sentido contrario al de las víctimas, es decir, no se puede hacer un homenaje a la mujer maltratada o al herido en un atentado para después adoptar medidas que no sean acordes con su salvaguarda. Ahora bien, lo que no resulta exigible es que compartamos todo lo que la víctima, en su dolor, es capaz de proclamar o de demandar o lo que algunos de sus interlocutores con afán ventajista acaban por sonsacarle.
He vuelto a ver a doña Conchita Martín en El debate electoral de CNN+. Fue el 11 de marzo. José María Calleja reunía en el estudio de la cadena a esta viuda y a Antonio Elorza, catedrático de historia del pensamiento político. La señora corroboraba y decía siempre la última palabra a lo que defendía Elorza. El catedrático no tiene puntos de vista que contradigan lo esencial de los que defiende la Asociación de Víctimas del Terrorismo: experto como es en cultura islámica contemporánea y en religiones políticas, Elorza siempre hace atinados o documentadísimos juicios sobre lo que acaece. Conchita Martín daba el visto bueno. Creo que una víctima del terrorismo tiene todo el derecho a hablar y a desgarrarnos con su dolor y a exigirnos respuesta y debemos ampararla para que pueda hacer públicas sus reflexiones morales, sus dictámenes acerca del bien, de lo lícito, de lo aceptable. Pero creo igualmente que ser damnificado, como lo es Conchita Martín, no le da un aval superior al de cualquier ciudadano para emitir juicios políticos. De lo contrario, ¿a qué asistimos? ¿A un debate político entre una respetabilísima viuda y un catedrático de historia del pensamiento?
Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.
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