En busca del responsable
Nunca hemos vivido una jornada electoral con semejante grado de confusión y de desánimo. Tras los brutales atentados del pasado 11 de marzo en Madrid, todo el país se siente envuelto en una impenetrable niebla, una niebla de dolor, pero también de incertidumbre. Doscientos cadáveres pesan sobre la conciencia de unos fanáticos no identificados, doscientos cadáveres que también pesan, de otro modo, en la conciencia de toda la gente decente. Dos sensaciones fueron creciendo a lo largo del 11 de marzo, de ese dantesco 11-M impreso ya en la historia: el horror y la confusión. El horror lo proporcionaba la certeza de los cadáveres, la suma de los heridos, la habilitación de polideportivos como improvisados hospitales de campaña. La confusión la alimentaba el desconocimiento de la autoría.
A la hora de escribir estas líneas aún nadie puede asegurar quién ha perpetrado la matanza, pero el espanto de las primeras horas va dando paso a una justificada exigencia de que se sepa la verdad. La historia de ETA es tan repugnante y eran tantos sus recientes intentos por asesinar en Madrid que todo parecía posible. En un primer momento, su autoría quedaba confirmada, y muchos ciudadanos e instituciones no dudamos de la palabra del ministro Acebes. El hecho de que ETA no hubiera cometido esta brutalidad no la haría mejor, no podría poner un manto de olvido sobre sus muchos crímenes.
Claro que después del horrible suceso se produjo el fenómeno habitual que sucede a todo atentado. A veces, la repugnancia que inspira ETA parece ser sólo retórica, ya que se impone buscar otra autoría, una autoría abstracta, metafísica, difusa, una autoría que compartimos más de la mitad de los vascos y un amplio espectro político, desde Aralar hasta dubitativos sectores del PSE. El protagonismo en esa autoría de segundo grado en la que muchos insisten tras cada atentado de ETA corresponde al lehendakari. Es como si no bastara con condenar el asesinato y al asesino, es como si hiciera falta extender la responsabilidad de la sangre derramada, dejar a ETA a un lado y reconocer tras ella muy firmes agentes. Es como si, detrás de todo terrorista, hubiera un oculto, un implícito causante.
Hace unos pocos años surgió esa obstinación por indagar en responsabilidades de segundo grado. Tras el terrorista está aquel que lo ampara, y tanto ofende este último que muchos se olvidan del verdadero terrorista. Se trata de una obsesión absurda y desmedida, pero se trata, sobre todo, de un juego muy peligroso, un juego que en esta ocasión puede volverse en contra de quien lo anima, lo alienta y lo financia.
Cuando el lehendakari ya había recibido su ración de insultos de "asesino" en la primera concentración de Vitoria, cuando el presidente navarro se apoyaba, con vergonzosa ligereza, en el amontonamiento de cadáveres para glosar de nuevo el plan Ibarretxe, entonces, de pronto, y casi por sorpresa, la brújula de la autoría se reorienta hacia la hipótesis islámica. Todavía hoy el horrendo crimen sigue siendo un misterio. Pero, si se confirmara que lo han cometido terroristas islámicos, ¿podríamos jugar también ahora a buscar una responsabilidad de segundo grado? Porque la búsqueda de la autoría abstracta, del asesinato por control remoto, esa responsabilidad estúpida e irreal que con tanto empeño omite a los verdaderos terroristas, podría encontrar ahora otra diana: quizás un señor bajito que embarcó a este país, en contra de la abrumadora voluntad de la ciudadanía, sin autorización expresa del Congreso, bajo la excusa de mentiras insostenibles, transgrediendo la legalidad internacional y en connivencia con una potencia imperialista, a ocupar un país árabe, sumirlo en la anarquía y despertar los sentimientos de ira y de venganza. Si fuera así, si esos fueran los criminales, habría que plantearse muy seriamente hasta qué punto ciertas fuerzas políticas no tendrían ahora legitimidad para tratar al partido del Gobierno con la misma perversidad, con la misma insania, con la misma demagogia con que ellos han sido tratados.
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