Carmen, primavera, 1945
En las facciones acusadas -los pómulos marcados, la mandíbula fuerte-, yo intentaba descubrir los sentimientos, la historia de cierta madurez en los ojos, a veces prematura seriedad en la boca, pero sonreía y entonces retornaba a otra edad, de niña. Era tan joven por su peinado, por su escasa corpulencia que no se podía comprender cómo siendo así hubiese escrito aquella asombrosa novela que describía los más hirientes gestos en familias aturdidas por la avalancha de la reciente guerra. Ella, tan joven, se atrevía a narrar lo que se ocultaba y no se debía revelar en letra impresa. Buena parte de hombres y mujeres de entonces guardaban el secreto, unos, de haber sido vencidos, otros, de cómo pensaban, y otros, de tener dislocada la conciencia.
Y como si no tuviéramos justificación de estar allí, íbamos de un lado a otro buscando las palabras
Me presentó a Carmen Laforet un amigo. Ella estaba alegre aquella tarde y cómo no, con el reciente premio y la súbita fama, de lo cual hablamos y nada más, pues yo no sabía sino que era la autora de la crónica veraz de unos caracteres conflictivos, desordenados.
Ahora, mi recuerdo lejano se fracciona en el espejo íntimo que captó tantas imágenes interesantes, y sólo creo recordar que en aquella habitación había música de baile y bebidas y una suave templanza y una pareja, amigos de Carmen, y el que nos invitaba a su casa, y como si no tuviéramos justificación de estar allí reunidos íbamos de un lado a otro buscando las palabras. Y sin embargo, pese a la lejanía, muchas más impresiones se acumularían en las horas, dos o tres, de la reunión, densas de sonrisas, de cumplidos, de observación, de cruce de ideas apenas dichas.
Una pareja, con los que apenas hablé y a los que no presté atención hasta saber que sus nombres eran los de la dedicatoria que encabezaba Nada. Una joven polaca, Linka Babecka, y su marido, Pedro Borrell, que no tardarían en atraer toda mi curiosidad. Extraña pareja. Él, último de una familia de pintores catalanes, ponía en sus cuadros visiones terroríficas; con dibujo realista en sus óleos aparecían figuras simbólicas, salidas de un sueño alucinante. Pero Borrell nada tenía de pintor maldito sino de refinado burgués; murió en 1950. Y ella, Linka, ¿podría ser uno de los personajes de Nada?, ¿esa joven que cruza sus páginas de "cabello rubio, con la mirada verdosa, cargada de brillo y de ironías que tenían sus grandes ojos"?
La tarde transcurría, sonaban piezas de moda, y las dos, Linka y Carmen, formaron pareja y se pusieron a bailar entre risas y bromas. Luego, todos fuimos a un balcón a ver cómo llegaba el oscurecer sobre viejos tejados.
Quedamos en vernos algún día; nos encontramos varias veces para conversar, una de las veces en el bar Pekín (¿quién se acordará de él, frente al metro de Diego de León?) a tomar un café, compramos cigarrillos sueltos como entonces se vendían a los que poco teníamos y fumamos plácidamente.
Leí Nada y tuve el deseo de comentarla, acaso como una prueba de adhesión. Aunque nunca lo había hecho escribí algo como una reseña y la ofrecí a una revista y con gran sorpresa mía la publicaron. Si no me equivoco, la primera crítica que tuvo Nada fue la que escribió el que más tarde sería su marido, Manuel González Cerezales.
Hubo algo, quizá la última vez que nos encontramos en un café, que la memoria afectiva ha preservado: al despedirnos, me miró con atención y dijo para sí, murmurando, definiéndome en su intimidad: "Eduardo, raro".
No por esa rareza -de la que yo era consciente- y tampoco por una decisión de rotura, no hubo más llamadas de teléfono, y enseguida, la incertidumbre del destino, la conquista del trabajo, de la autoestima, de los riesgos que habría que salvar, no facilitaron motivos para estrechar la amistad y acercarnos en afinidades, en conocimientos, en vocación.
Y tras esa breve amistad, y luego, cuanto yo por los periódicos fui sabiendo de Carmen y por la lectura de sus obras, hubo una distancia; ésta no hizo sino acrecentar una percepción mía, totalmente subjetiva, inmotivada pero poderosa, y era el aura de un secreto que la rodeaba como personalidad astral, como emanación de su naturaleza. Y recientemente, cuando leí la correspondencia entre Carmen y Sender, volví a tener conciencia de ese sutil, indecible secreto que trasciende inadvertido en algunas cartas. No era su reserva o su discreción: era igual a una invisible capa mágica con que protegía quién sabe qué, acaso su elaboración creadora, los rastros de experiencias, la honda herida incurable que, según escribió Elias Canetti, es condición imprescindible de todo gran y auténtico escritor.
Han pasado muchos años y tras Carmen Laforet se han cerrado las puertas de la muerte, y ahora sólo quedan vestigios entristecidos del fugaz encuentro. Nada.
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