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La diferencia

La era Thatcher, recuerda Eric Hobsbawm, en Años interesantes. Una vida en el siglo XX, gozó del poder más incontrolado y centralizado que haya tenido nunca una democracia y lo utilizó para destruir todo lo que en Gran Bretaña se oponía a la combinación de patrioterismo y empresa privada con el único interés de maximizar las ganancias. La herencia en España de los ocho años de gobierno de José María Aznar merece un análisis comparado con el caso británico, pero no puede ignorarse una importante diferencia. Los sólidos valores democráticos que según Hobsbawm fueron en buena medida anulados en la era Thatcher no tienen parangón posible en una democracia tan reciente como la nuestra. Ello hace más grave cualquier involución en ese sentido.

En España hay motivos para estar preocupados y más sabiendo de dónde venimos. En nada ayuda a la democracia empeñarse en negar la evidencia, sea a propósito de la injustificable guerra de Irak y sus desastrosos efectos o de las denuncias de utilización de cargos políticos a favor de intereses económicos privados. Tampoco le hace favor alguno a la democracia la subordinación de asuntos como el terrorismo al interés electoral de un partido. Permanecer inmune a la crítica y utilizar todos los medios para estigmatizarla puede presentarse como un signo distintivo de firmeza, pero se trata más bien de la actitud inflexible típica de quienes se sienten ellos solos en posesión de la verdad absoluta. Pensar que la única España democrática posible depende de una sola identidad cultural y un sistema inmutable de relaciones entre los pueblos es tan metafísico como poco acorde con el modelo de sociedad abierta liberal. Negarse al diálogo, defender a ultranza la postura inamovible del "hasta aquí hemos llegado" y todo lo demás resulta inadmisible, es propio de mentes que han hecho un meritorio esfuerzo por pasar del régimen centralista y de partido único de la época de Franco a la actual España democrática y de las autonomías, pero que no están cómodas con todo lo que representa la democracia.

En compañía de la división de poderes, que impide la concentración de todas las decisiones en una sola instancia, la democracia exige una comunicación estrecha y en los dos sentidos entre el gobierno y los gobernados. Si se anula esa comunicación y estos últimos son tratados como menores de edad, incapaces de entender los verdaderos intereses nacionales e incluso una gran parte de ellos llegan a ser considerados una amenaza al actual orden de cosas, el modo de actuar del régimen no creo que sea bien definido como un caso de "fundamentalismo democrático" sino de apropiación autoritaria de la democracia. La abrumadora mayoría que ha manifestado en España un claro y contundente rechazo a la guerra de Irak goza hoy menos del derecho de ciudadanía que los habitantes de EE UU o de Gran Bretaña. Esa mayoría se siente a merced de un poder que la ignora. La falta de comunicación en España entre el gobierno y los gobernados no sólo se manifiesta en política internacional sino también en asuntos internos de primer orden, con el agravante del enfrentamiento entre el gobierno central y aquellos gobiernos autonómicos que forman parte del Estado y son de otro color político. Por unas u otras razones, en los últimos años asistimos a un constante enfrentamiento político entre el partido del gobierno y la casi totalidad de las restantes fuerzas democráticas, a una polarización muy negativa que a veces salta a la calle.

El actual estilo de gobernar ha cambiado por completo el clima de búsqueda de consenso que trajo en España la democracia, después de casi cuatro décadas de dictadura. El problema, sin embargo, no es que haga falta siempre ese consenso. La democracia no exige a los gobiernos negociar sus políticas si tienen mayoría absoluta. Pero la cosa cambia cuando el modo de actuar de un gobierno con mayoría absoluta amenaza con quebrar el consenso básico sobre el que descansa un determinado sistema democrático. En la España de los últimos ocho años vino primero la apropiación oportunista de la historia. Luego el texto constitucional se convirtió en libro sagrado inmodificable. De ese modo, cualquier propuesta de reforma, incluso aunque pretenda reforzar el actual orden político, ha podido ser transformada por el gobierno en una grave amenaza a la convivencia democrática. Por último, la utilización del terrorismo ha acabado por convertirse en uno de los principales ejes con vistas a sacar réditos electorales. Sólo así se entiende el empeño en descalificar a toda costa las intenciones de quienes no comparten por completo la política en ese terreno, mientras se echan por la borda los muchos puntos de encuentro que caben o existen.

Aquellos que valoran por encima de la buena salud democrática el crecimiento de la economía, no deberían perder de vista hasta qué punto ambos mundos son indisociables. Una democracia de mala calidad, con un gobierno insensible a la crítica, es a la larga una pesada carga. Como lo es también una sociedad instalada en la cultura del nuevo rico con aire de grandeza, mientras la economía del trabajo y de la empresa productiva pierde terreno a favor de la España de las oportunidades especulativas y de los negocios en el aire. Dispuesto a sostenerla y no enmendarla, el gobierno no hace nada por sacarnos de ese enorme avispero a que le ha llevado el hacer causa común con la política de intervención militar de unos gobiernos que en EE UU y en Gran Bretaña tienen los días contados. En cuanto a los fundamentos del desarrollo futuro, quedarán minados si buena parte de la riqueza generada no se destina a mejorar la educación, la salud y las condiciones de vida del mayor número de personas. El gobierno no atiende las peticiones de científicos e investigadores y sigue sin aprovechar la coyuntura para acortar la todavía considerable distancia en ese campo que nos separa de nuestros vecinos europeos. Contribuir a la degradación de un sistema público de enseñanza que ha costado mucho implantar en España, invertir poco en investigación, sacrificar las actividades económicas sostenibles y sus oportunidades de trabajo, pesará de forma muy negativa en el bienestar de las generaciones venideras. Como también lo hará el tener a una juventud cada vez más con un empleo inestable y en precario, mientras sube el precio de la vivienda. Una sociedad cuya economía tanto necesita a los inmigrantes, necesita de políticas y servicios sociales para hacer que se sientan parte de ella e impedir una explotación en demasiados casos hasta límites intolerables.

En una democracia menos superficial, los periodos electorales suelen servir para valorar los programas de cada partido, mientras la campaña trae debates entre candidatos. En España, por desgracia, ni siquiera ahora tiene entrada la política en la televisión. Con todo, pese a haberse vaciado así de contenido el momento clave de la participación ciudadana en una democracia, las elecciones son muy importantes. Las elecciones son el momento de hacer posible un cambio, por lo general de política, a veces también de modo de gobernar, como ocurre ahora en España. Si se repite la actual mayoría absoluta, es poco probable que las cosas mejoren y más seguro que tiendan a empeorar. Por el contrario, si el PP la pierde, un nuevo clima de mayor sensibilidad con el estado de opinión de los ciudadanos, de diálogo y de respeto, puede abrirse camino a poco que se interpreten los resultados. Es, en mi opinión, una gran diferencia.

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Pedro Ruiz Torres es miembro de Valencians pel Canvi.

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