Un combate lúdico contra la rutina de la capital
El mundo perdido de los oparvorulos es, tras Madrid marítimo, la más reciente exposición del artista Enrique Cabestany, nacido en la calle del botánico Lagasca en 1943. Su imaginación expresa vivamente el deseo de trocar la pesada rutina madrileña en fascinada aventura hacia oceános siempre ensoñados y anhelados por él, también por muchos de los pertenecientes a la generación de posguerra de la que creció. Para lograrlo, asemeja su relato al de las narraciones de exploraciones científicas descritas a finales del siglo XIX por envarados académicos.
Con tal retórica, Cabestany crea una atmósfera hasta cuyo latiente corazón se adentra y confortablemente conduce a cuantos le siguen. Allí, los nombres que describe bailan frenéticas danzas. La carga semántica procede, en su caso, de espejos oblongos; centros de ejercicios espirituales; institutrices francesas; partidos de rugby; romances platónicos con alumnas de las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús... Disperso todo entre una trama de escenarios que viajan de Fuenterrabía a la República de Getafe, como así la llama esta muestra donde cobra, por cierto, alto protagonismo.
El fervor por los objetos que Cabestany observa, su estrujamiento de significantes apartados de sus significados, sugiere un humor que evoca el de Ramón Gómez de la Serna, aquel madrileño tan bienamante de las cosas, sobre todo de las cosas raras: "La antropóloga Homola de Couvier halló con emoción una Gran Musaka en un claro del bosque más impenetrable de Burelandia. Se trataba de una musaka cuyas dimensiones la convertían en la más magnificente de las inventariadas por otros exploradores. El epigrama Sunat, Planea, Algo fue hallado en uno de sus muros por la desdichada antropóloga, que murió sin haber conseguido descifrarlo", cuenta Enrique Cabestany.
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