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Contar buenas historias

Con estas palabras, mi interlocutor expresaba su entusiasmo por un novelista que, a su entender, hacía compatible la condición de best seller con la calidad literaria: "De eso se trata, en definitiva; de contar buenas historias". No me apetecía ser mal interpretado y nada objeté. Pero la pregunta estaba cantada: ¿buenas historias para quién? ¿Desde qué punto de vista? Pues lo que gusta a unos no tiene por qué gustar a otros. En mi opinión, por ejemplo, la obra que tanto elogiaba es un novelón infumable como casi todo lo que su autor ha escrito a partir de su lejana primera novela, que en verdad hacía esperar otra trayectoria. Pero estaba claro que mi interlocutor no estaba pensando en mi opinión ni en la de ningún otro ente individual o colectivo concreto, sino en lo que se entiende por gran público, ese público al que es posible acceder mediante diversas fórmulas perfectamente establecidas que nada tienen que ver con la calidad literaria.

En realidad -conozco muy pocas excepciones-, a eso apuntan la mayor parte de las escuelas y talleres de creación literaria: a construir un artilugio de amplia y fácil aceptación que capte el interés del lector desde las primeras líneas. Las enseñanzas probablemente son acertadas, pero la creación literaria es algo demasiado evanescente para ser atrapado por esquemas tecnológicos y, en la mayoría de los casos, el producto obtenido, tras un planteamiento brillante, hace aguas hacia la mitad y termina en espantoso naufragio. Y es que la verdadera creación literaria es fruto del talento creador, algo que se tiene o no se tiene, pero que en ningún caso es susceptible de ser adquirido ni patentado ni comercializado ni producido en serie. De ahí que, en nuestra sociedad, el talento literario o artístico tienda a ser considerado un bien público -los músicos han sido los primeros en enterarse-, a la manera de un bello paisaje cuyo disfrute privado se juzga injusto y hasta poco menos que ilegal.

Las buenas historias que promueve el mercado responden a un intento de contrarrestar el creciente desinterés del público hacia la creación literaria, por lo que tal promoción -desarrollada a lo largo de la segunda mitad del siglo XX- tiene un carácter eminentemente defensivo; si la gente leyese masivamente a Proust y a Faulkner, el best seller estaría por inventar. Sin embargo, se trata de un apaño que no hace sino agravar la situación en la medida en que aumenta el divorcio entre lo que se vende como literatura y lo que hay que entender por creación literaria. Por otra parte, no hace sino acelerar el proceso que lleva a la novela de género a convertirse en mera partitura de su adaptación cinematográfica o televisiva, que cada vez se revela con mayor claridad como el verdadero producto. No se trata de una moda o de un cambio de gusto, de una dinámica que ofrece un nuevo modelo en sustitución de otro anterior, sino de una profunda mutación en las costumbres que determinados factores, como la irrupción de los diversos audiovisuales en la vida cotidiana o el empobrecimiento general de la educación, no han hecho sino acelerar en las últimas décadas. Cuando en 1989 comencé a formular públicamente los síntomas que creía percibir en la sociedad a este respecto, se me tildó aquí y allá de catastrofista y apocalíptico, calificativos que, como explico más adelante, siempre han estado fuera de lugar. Ahora, la situación real ha dejado de ser un secreto a voces, y editores y libreros empiezan a tenerlo en cuenta en sus previsiones tanto a corto como a medio plazo.

No puede decirse lo mismo de determinados escritores y de una buena parte de la crítica, especialmente la académica, lo que no deja de ser curioso, ya que unos y otros son precisamente los más directamente afectados por el rumbo que toman los acontecimientos. En la crítica académica, el impacto de ese repliegue de lo propiamente literario se manifiesta, por ejemplo, como bien me observaba recientemente Claudio Guillén, en el desplazamiento de la atención del crítico, centrada cada vez más no tanto en la obra de un autor determinado cuanto en su persona, en los aspectos más escandalosos de su vida, con lo que el análisis o la investigación literaria que cabía esperar se resuelve en puro cotilleo tipo prensa amarilla. Los novelistas, por su parte, suelen resistirse a aceptar que cultivan un género progresivamente anacrónico -algo que los poetas tienen más que asumido-, y ello tanto más cuanto mayor sea la tentación de probar suerte subiéndose al carro del best seller. Se afirma entonces que nunca se había leído tanto y se invoca la popularidad de Balzac o de Dickens, como si una cosa tuviese que ver con la otra, como si la intensidad verbal de una sola página de Dickens no valiera por todos los productos de best seller que hayan podido elaborarse. O, como cuenta Jonathan Franzen de una buena parte de sus colegas americanos: "Niegan que la literatura esté amenazada. Hacen las paces con la nueva tecnología. Deciden que es apasionante. Descubren que es un alivio acatar siempre el objetivo de gustar al público, como el mercado les pide siempre que hagan. ¡Qué peso se les quita de encima! Empiezan a escoger los personajes que la cultura empresarial ofrece -diversos Kennedy, Arnold Schwarzenegger- y a contar historias sobre ellos. Se llaman a sí mismos posmodernistas y creen que se sirven del sistema, y no que el sistema se sirve de ellos".

Creo sinceramente que a esta clase de escritores les sería mucho más útil una buena dosis de razonable cinismo. En definitiva, la vida es corta y la Tierra es un pequeño planeta perdido en la inmensidad de una insignificante galaxia. Lo que no tiene sentido es engañarse. Como tampoco vale entregarse al cultivo de la añoranza y de las lamentaciones. Sólo sabiendo cuál es la enfermedad -de la que el declive de la novela es sólo un síntoma- podrá buscarse el remedio. Esto es: que las mejores cualidades que definen al ser humano recuperen su valor referencial. No se trata de un mal que venga de fuera, de unos bárbaros que amenacen nuestras fronteras, sino de una merma generalizada en el conocimiento y en la calidad de determinados atributos intelectuales y emocionales. Pero está en la propia condición humana el impulso de elevarse, incluso en las condiciones más adversas, por encima de tales carencias.

Luis Goytisolo es escritor.

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