Don Antonio Garrigues, grande de la abogacía española
"Abogado ejemplar, servidor público y maestro de maestros". Con estas palabras el presidente del Consejo General de la Abogacía española, Carlos Carnicer, subrayaba la pérdida de esta casa por la muerte de don Antonio Garrigues Díaz-Cañabate.
¿Cuáles son los méritos de los que deriva la nota de ejemplaridad del abogado don Antonio Garrigues? Desde luego, el amor a su profesión y la energía creadora demostrada en el establecimiento, junto a su hermano Joaquín, el preclaro mercantilista, del primer gran bufete colectivo, innovador en el panorama de la abogacía española de los años cincuenta, y base del que hoy es una de las más solventes empresas suministradoras de servicios jurídicos de Europa. Tal hazaña profesional coloca a don Antonio Garrigues entre los abogados españoles egregios de todos los tiempos. Pero no es la única nota de la ejemplaridad de su carácter profesional. Digamos que ésta, la innovadora, la que sacó a la abogacía española del ostracismo introduciendo en ella las fórmulas anglosajonas, fue una manifestación innúmera de su talento organizador. Pero la condición que emparenta a don Antonio Garrigues con las grandes figuras de la abogacía española es, a mi entender, su vocación política enraizada en la independencia característica del abogado e implantada en humanidades.
Los grandes abogados españoles del siglo diecinueve, Alonso Martines, Cirilo Álvarez, Aparecí Guijarro, Montero Ruiz y del primer tercio del veinte, como Maura, Canalejas, Dato, Díaz Cobeña, Ossorio y Gallardo, Melquiades Álvarez concebían su profesión como luchadores por la Justicia y no sólo expertos conocedores del derecho positivo y sus técnicas de aplicación. Servidores del Derecho, sí, pero entendido éste como realizador de la Justicia. Eran voceros que clamaban contra la injusticia y la sinrazón, tantas veces legalizada. La vocación por la defensa de los derechos humanos, aguijada por la necesidad de poner remedio a situaciones generalizadas de abuso o iniquidad hace, muchas veces, que el abogado no se sienta a gusto, en el papel de aconsejar a su cliente en sus problemas jurídicos y pedir para él, cuando no encuentra mejor solución, el amparo judicial; la insatisfacción le empuja, si se encuentra dotado para la acción política, a empresas de más alto vuelo, como propiciar reformas en las leyes y el gobierno de la sociedad. Y así pasaban los abogados referidos, con billete de ida y vuelta, del bufete a la política, al Gobierno, al Parlamento, a la prensa, a la cátedra, al libro sin perder nunca de vista el objetivo final: proporcionar a los ciudadanos la felicidad inherente a los actos de justicia. Los grandes abogados españoles han estado generalmente en disposición anímica y técnica para desempeñar las altas funciones del Estado. Su amor por el bien común les llevó a hacer cosas admirables e ilustres. La abogacía española se alimentó con la gloria de estos abogados de fina sensibilidad social, apasionados por el saber, solidarios de la menesterosa condición humana y que miraban más allá del marco, limitado siempre y siempre perfectible, del ordenamiento jurídico vigente. Éstos fueron los hombres que dieron fama a la abogacía y la distinguieron como vivero de políticos con un sentido cultivado de la justicia, avezados a todo, diestros en el diálogo y la disputa, templados en el rigor del razonamiento, la virtud como norma de vida y el pensamiento propio, capaces de enfrentarse a los intereses espurios de los partidos políticos e iluminarlos con su luz. Don Antonio pertenecía a esta casta de raros. Y a sus obras de abogado en funciones de ministro, de embajador y de alta pedagogía social, antes que a la creación y magnífico desarrollo del bufete de su apellido debe don Antonio Garrigues, marqués de sí mismo, su condición de grande de la Abogacía española.
Pedro Crespo de Lara fue decano de las Juntas Provisionales de Gobierno del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid en los años 1992 y 1993.
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