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DON DE GENTES
Columna
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Mundo obrero

Elvira Lindo

QUÉ BONITO ES ESCRIBIR rodeada de obreros. Obreros que te llaman "la jefa". Obreros que con sus impresionantes brazos torneados por el esfuerzo levantan sillones como si fueran plumas. Obreros que se dicen unos a otros: "Cuidado con la cabeza de la jefa", y me pasan por encima del cráneo las mesillas de noche o el colchón matrimonial.

Y yo, mientras, escribo este artículo, porque el periodismo no entiende de mudanzas. Esto me recuerda a una amiga que pidió unos días en el trabajo alegando que había muerto su padre (en realidad se fue con un noviete), y al cabo de un año se murió el padre de verdad y la pobre no pudo pedir más días de permiso. No critiquen a mi amiga: más perro era su padre, que la abandonó de niña.

Ahora voy a contarles una verdad como un templo: mi santo y yo, más de una vez, hemos puesto como excusa para no asistir a congresos presuntas operaciones quirúrgicas. Si contara la de veces que hemos utilizado a mi pobre suegro como excusa, mi pobre suegro habría padecido la friolera de diez intervenciones: cuatro de hernia, tres extirpaciones de próstata, un forúnculo, un ganglio en la axila (golondrino en el sobaco) y una fístula rectal. Así que, cuando los organizadores de eventos ven a mi suegro en persona, le dicen a mi santo: "Coño con tu padre, para pasar lo que ha pasado está hecho un toro". Es que la gente del campo, dice siempre mi santo, tiene una naturaleza de orden superior.

Pero sigamos con el mundo obrero de la mudanza, un mundo poco desarrollado en la literatura, en mi humilde opinión, quitando escritores como Mendicutti o Villena, que tienen más sensibilidad de la común. Entre mis colosos de la mudanza tengo a un colombiano, un rumano, un peruano, un ruso... Lo que yo digo, si todo el multiculturalismo es como éste, bienvenido sea, qué caramba. Hoy por hoy, esta belleza sólo la apreciamos las señoras y los hombres del tipo de los que salen en Cachorro, la película de mi amigo Miguel Albaladejo, o sea, gays de pelo en pecho.

Por cierto, en Cachorro también sale un niño de diez años divino, David Castillo, del que yo me hice amiga íntima de toda la vida durante el rodaje. El niño David aparecía ayer, en un titular de La Razón, diciendo: "No soy homosexual". Angelito. Qué clase de pregunta le haría el periodista para verse en la obligación de contestar eso. La otra noche, cuando el estreno, David era un niño con traje de niño pilarista y coletilla macarra. Al final de la película me cogió de la mano y me dijo: "No la he visto entera porque mi padre me ha sacado fuera en las escenas de riesgo".

David es un niño filósofo. A mi amigo el sabio Emilio Lledó, que tiene el empeño de introducir en las cabezas adolescentes un poco de cordura, le encantaría mi amigo el niño David. Creo que asistir a una conversación entre Lledó y el niño David sería algo memorable. En un descanso de aquel rodaje de Cachorro, el niño David me preguntó: ¿tú tienes fe?; le dije que no, y David me dijo: yo tampoco. Me dijo que sus padres sí que eran creyentes, pero que él había perdido la fe a los siete años, después de dos meses de ser monaguillo en Fuenlabrada, su ciudad natal. Me di cuenta, decía, de que después de "esto" no hay nada.

A David, el director de la película no le dejaba leer el guión, pero David, ese niño sin fe, se las apañaba para leer a escondidas el de otros actores, y me decía: "A mi guión le faltan páginas porque está censurado". Y entonces, para demostrarme que no se chupaba el dedo, me contaba un chiste tan verde que yo le decía: "Pero David...", y él contestaba: "Si estas cosas, en los colegios, están a la orden del día". Un día, David me preguntó, así, de sopetón, que qué me parecía Ana García Obregón. Yo le dije: ¿como actriz o como mujer?; y él me dijo: como actriz. Y yo le dije, por escabullirme, que no era una de mis actrices favoritas. Entonces, David sonrió pícaramente y me dijo: tú piensas lo que yo, que tiene mucho de aquí (se señaló las tetas) y poco de aquí (se señaló la sien).

Este verano, David, el niño actor, me invitó a su fiesta de cumpleaños y no fui, le prometí que le regalaría un perro y no lo hice, le prometí que le llevaría a merendar y no tuve tiempo. Sin embargo, la otra noche, cuando triunfó, David me dedicó un abrazo grande y sincero. Tal vez, en un futuro, este aprendiz se hará grande y famoso, y entonces seré yo la que me quede sola y sin perrito que me ladre.

Pero, por Dios, no adelantemos acontecimientos. Disfrutemos del presente, disfrutemos de esta cuadrilla de hombres hercúleos que me hacen la mudanza. Mi vigésima mudanza. El otro día, mi santo me dijo que la escritora Clara Sánchez le había contado que a ella le encanta mudarse, que la cosa le viene porque su padre era ferroviario y se mudaron de casa muchas veces. Mi santo me dijo: otra igual que tú. Mi santo dice que yo quiero mudarme por puro gusto, no por necesidad, y me dice que de la nueva casa sólo conseguiré sacarle con los pies por delante. Yo le digo: mira, no te pongas fúnebre que pierdes la gracia. A todo esto, no sé por qué le molesta tanto que nos mudemos, porque él no hace ni el huevo. Sólo se levanta del sofá cuando se lo van a llevar los de la mudanza. "Hijo, levanta", le digo, "¿no querrás que te lleven a ti también en el camión?". Mira, tía, se pone de raro a veces.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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