Sesenta años después
Lo que toda la vida se han llamado viejos maestros -eso que los alemanes designan como Kapellmeister- son una especie en extinción. Gentes dedicadas a la música más que a sí mismos, pupilos de escuelas con solera, buenos formadores de orquestas, de repertorio amplio y generalmente discretos en su manera de estar en el oficio. Sus prestaciones a la hora de la verdad son siempre de una honradez a toda prueba, y si no destilan genio, sí que aseguran casi siempre veladas más que aceptables. Quizá por eso se esperaba en Madrid con ganas a Günther Herbig (Usti nad Labem, 1931), discípulo que fue de Abendroth, Scherchen y Karajan, con más que apañada hoja de servicios en América y Europa y presentando un programa que incluía la primera interpretación por parte de la Orquesta Sinfónica de RTVE de la Octava Sinfonía de Shostakóvich, de cuyo estreno en Moscú se cumplieron hace unos meses nada más que 60 años. Eso se llama hacer las cosas con cautela y, de paso, llamar la atención sobre cuántas cosas, propias y extrañas, nos quedan por escuchar.
Herbig abrió su programa con una versión bien pensada e inteligentemente conducida de la Obertura Romeo y Julieta de Chaikovski, una de esas creaciones del autor de El lago de los cisnes que han conseguido que le perdonen la vida muchos de los que le consideran un sinfonista demasiado confesional pero que mantienen íntegras las características que sus propios detractores le suponen. El caso es que el buen artesano se impuso sobre cualquier tentación anímica, quién sabe si por esa como aprensión que da el pasarse de rosca con Chaikovski y a la buena traza de las intenciones correspondió una cierta frialdad de ejecución, quedándose el resultado en una corrección tan notable como falta de aliento.
Las cosas, sin embargo, cambiaron en la Octava de Shostakóvich. Desde el principio se mantuvo el cuidado en la expresión, el control dinámico, pero, además, a lo largo de la obra se profundizó con excelente criterio en esta música de guerra, paisaje interior y mirada a lo que pasa fuera, bastante más honda de lo que todavía piensan algunos. Ya va pareciendo claro que el modelo de Shostakóvich fue Gustav Mahler, y no por nada Herbig es un buen mahleriano que supo encontrar los puntos de contacto, los contrastes entre lo que es decididamente meditativo y lo que parece y es palmariamente vulgar.
De manera que la sinfonía discurrió con el tono emocional bien mantenido por las formas elegantes del director alemán, sin exagerar los contrastes más de lo que el autor pide y llegando a la excelencia en los dos movimientos extremos de la pieza; por ejemplo, en el mantenimiento de las cuerdas tras la explosión orquestal en el episodio central del primero que es, sin duda, uno de esos centelleos geniales que trufan la música del autor ruso. Hubo detalles mejorables, así algunas transiciones podían haber quedado más claras y las trompas pudieron haber trabajado con más limpieza, como hizo, por ejemplo, el estupendo corno inglés, protagonista de los momentos más hermosos de una pieza recibida por el público del Monumental, a estas alturas de la historia, con frialdad acorde a la atmosférica.
Babelia
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