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Columna
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Paco

Gimen los goznes de la pesada puerta del Manuela y en un acto reflejo volvemos la cabeza brevemente los amigos acodados en la barra, un gesto que se revela inútil en el mismo momento en el que lo iniciamos. Dieron las doce en el historiado reloj del café, pero Paco Almazán no vendrá esta noche, se acabaron los días, que eran casi todos los días, cuyas primeras horas desgranábamos los amigos en su compañía, las charlas y los paseos de madrugada por los aledaños de la plaza del Dos de Mayo y los bares de San Vicente Ferrer.

En el Manuela y en el Star, nuestros refugios favoritos de Malasaña, pasan las tardes parejas y grupitos de adolescentes, generalmente abstemios, entregados a las trivialidades de los juegos de mesa. La espuria mala fama de los bares, a la que debe el malhadado barrio su atractivo, se desmiente con esta sobria y juvenil clientela hasta los sábados de botellón y algarabía. En el Manuela, que hoy cumple 25 años y que nació ya centenario, se multiplican las tertulias vespertinas, del psicoanálisis al tarot, la poesía, o lo mal que va el mundo, que camina hacia atrás estos días, aciagos, en los que parece como si la muerte nos rondara los tobillos; con parecidas palabras lo expresa el vate Micharvegas cuando enumera las últimas ausencias por estos lares, Carmen Martín Gaite, Chicho Sánchez Ferlosio, Pepe Hortas y Paco Almazán.

Cuando los estudiantes, jugadores de mesa y de café con leche, se dispersan, se hace el vacío y comienza una tregua que los camareros aprovechan para comentar las incidencias de la jornada, recoger las mesas, echar un cigarrillo y picotear algo, una intimidad que poco a poco se verá perturbada por el goteo de los clásicos de la madrugada que se dirigen imperturbables a sus puestos habituales. Jesús en el Manuela y Pedro en el Star, son los sabios anfitriones que con una simple mirada inquieren si los de siempre tomarán lo de siempre o ese día van de capricho.

A esta hora gemían los goznes y entraba Paco Almazán, caballero andante por todos los recovecos de la cultura urbana, de triste figura y machadiana estampa de maestro, que lo era de oficio y en los más diversos ámbitos del saber, ilustrado paladín que en los odiosos años del "nacional-flamenquismo", que él acuñó, recuperó y reivindicó el flamenco que despreciabámos por ignorancia los más jóvenes, que íbamos de cultos y estábamos hartos del estereotipo de bata y castañuela, de un folclor bastardo y omnipresente en los medios de comunicación que nos impedía apreciar y gozar de las hechuras y honduras del cante y de la danza. Paco difundió desde las páginas de la revista Triunfo y en infinidad de charlas, conferencias y tertulias, el flamenco y la canción popular, el incipiente y mal llamado folk y la obra de los cantantes y autores, catalanes, vascos, gallegos o madrileños.

Madrileño de Tetuán, su barrio diurno, Paco Almazán cambió su magisterio periodístico por el oral, maestro de una peripatética academia que se desplazaba con él de bar en bar, de barra en mesa, con la noticia de lo que se cocía en círculos y ateneos, talleres y locales de ensayo, siempre a la busca de nuevas formas de expresión del viejo arte, con noticias frescas y pálpitos de futuro. Paco Almazán escribía en un medio digital sin haber puesto jamás un dedo sobre el teclado, Paco Almazán, árabe y madrileño, castizo y oriental, animador de la escena cultural, promotor altruista del flamenco, la danza y el teatro, filántropo y a ratos misántropo cuando se enfrentaba a los restos de un pasado que veía proyectar su tétrica sombra sobre un futuro que merecía su más radical repulsa, expresada, tal vez, en el acto de ausentarse definitivamente.

Paco Almazán, maestro de posguerra en campos de Soria, represaliado y apartado de la profesión, estuvo presente en las manifestaciones, rebeliones y reivindicaciones, innumerables, que le tocaron vivir, por la paz, la libertad, la justicia, el progreso y demás nobles y trasnochadas causas.

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Dice un amigo agnóstico esta noche que le gustaría ser creyente y musulmán para sentir a Paco en un paraíso a su medida, en ese edén al que se asomó tantas veces, entre ondulantes huríes y ángeles jondos.

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