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Grigori Sokolov, gratitud y silencio

Antonio Muñoz Molina

A un músico grande no sólo se le reconoce por la calidad de su sonido: a los mejores los distingue además la calidad única del silencio sobrecogido y atento que parece irradiar de ellos mientras tocan, que se mantiene intacto en las pausas entre las partes de una obra y dura todavía unos segundos preciosos después del final, antes de que rompan los aplausos. Muy pocas veces tiene ocasión un aficionado de escuchar un concierto de piano como el que ofreció el lunes en el Auditorio Nacional Grigori Sokolov, pero es más raro todavía escuchar un silencio como el que se percibía esa noche, tan puro, tan hondo, que incluso parecía que por un milagro súbito de la salud pública se habían curado todos los catarros cavernosos que aquejan inveteradamente a una parte del público, y que incluso las alarmas insidiosas de los relojes y de los teléfonos móviles habían enmudecido con sigilo unánime.

Salió Sokolov a escena con expresión huraña y sus andares de hombrón torpe al que nunca le sentará bien un frac, y unos segundos más tarde la música y el silencio que la circundaba ya habían alcanzado un grado tal de intensidad y maestría que era como si el tiempo se hubiera detenido, y como si en la sala tan grande no hubiera nadie más que ese hombre solo y grandullón con una delicadeza de pájaro en las manos, con una portentosa energía, no sólo intelectual, sino también física, porque ofreció un programa de dimensiones heroicas, que empezaba por lo más alto, sin preámbulos ni piezas de ocasión o de relleno, yendo al corazón mismo de la música para teclado. Tocó la sexta partita de Bach, coronándola sin pausa con la Fantasía y fuga en la menor, y después de un descanso en el que uno hubiera deseado no hablar con nadie, no desperdiciar mundanamente ni un solo matiz de la emoción recién experimentada, vinieron, una tras otra, dos sonatas cruciales de Beethoven, la undécima y la trigésima segunda. El talento sutil de la interpretación revelaba los saltos en el tiempo y la quiebra de los estilos -de Bach a Beethoven, del Beethoven clasicista de 1800 al asombrosamente iconoclasta de 20 años después-, pero también mostraba las líneas de continuidad entre el pasado y el porvenir, entre la tradición heredada y las tensiones a las que la somete cada músico. La larga sombra de Bach se proyectaba en Beethoven, y las audacias y temeridades de éste iluminaban retrospectivamente la vitalidad innovadora y el rigor especulativo del antiguo maestro. Delicadeza y arrojo, sabiduría y abandono, recogimiento y arrebato, fluían con igual vehemencia de las manos de aquel hombre que inclinaba sobre el teclado su gran cabeza tosca con un mechón de pelo blanco y sus hombros enormes. En el arte de Sokolov, como en su figura, hay un rasgo de exceso, una cualidad de sobreabundancia y derroche. Otros pianistas miden cautelosamente sus fuerzas: Sokolov, después de un empeño que extenuaría a cualquier otro, agradece el fervor de los aplausos con una generosidad que parece tan inagotable como su energía, y cada vez que vuelve al escenario con los mismos andares de hombre grandullón y el mismo gesto huraño en la cara, se sienta al piano y nos regala un breve prodigio, dilatando todavía más su viaje por las anchuras de la música: un estudio, una mazurca, un preludio de Chopin, dos piezas cristalinas de Rameau, un preludio de Bach. Con la mitad de las butacas ya vacías y el público de pie en las escaleras o en los pasillos de salida, el silencio se repite cada vez, igual de limpio y sobrecogido, prolongado unos segundos más antes del aplauso, para apurar la resonancia de la última nota. Entre los bravos finales, alguien gritó: "Gracias". Una gratitud íntima nos sigue embargando en el recuerdo a quienes escuchamos la otra noche a Grigori Sokolov.

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