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A PIE DE PÁGINA

Nuevas señales de vida

En Pekín, hace tanto...

Me recorrió un escalofrío cuando me habló de la sopa de seis pesetas, eso sí, llevando una taza propia

Lo más prodigioso, lo más sorprendente eran los teatros donde se celebraban las funciones de ópera. Todos los teatros a los que había asistido, salvo el de cámara donde vi El hombre de Pekín, eran edificios modernos, un poco anónimos, y con un público que daba el tono de miembros de la nomenclatura, con sus uniformes a lo Mao, limpios, planchados, domingueros, y con una tiesura ceremonial. En cambio al entrar a alguno de los enormes teatros de ópera, cercanos a uno de los mayores bazares de la capital, los encontraba envejecidos, despintados en partes, luidos los telones y los forros de los asientos; daba la sensación de un mundo compartido, de una colmena vibrante de vida y de zumbidos. Ancianos, niños, gente de todo tipo se movía de un lado a otro para saludarse, reían, hablaban bulliciosamente como si estuvieran en medio del bazar. La vida se manifestaba febril, intensa, abigarradamente, mientras uno localizaba sus asientos. Sólo en el instante en que sonó la última señal se hizo un silencio profundo y cada quien, en un segundo, estuvo ya en su lugar. Al recorrerse el telón al ritmo de esa música ultraestilizada comenzaba el milagro. Telas de seda de todos los colores, personajes decorados como con escayola en vez de maquillaje, máscaras coloridas y violentas, unos eran reyes, otros tigres y monos, guerreros y princesas y concubinas que los aman y a quienes ellos aman también desaforadamente, todos saltaban por el escenario, corrían, ejecutaban pantomimas inconcebibles y ejercicios circenses, volaban. Al iniciarse el espectáculo todo se volvió regocijo, un paraíso compuesto de elementos refinadísimos y plebeyos del que era imposible desprender en ningún momento la mirada. Se requería tiempo después de salir del teatro para liberarse del hipnotismo. Por lo menos iba a la ópera una vez a la semana. Salía de ahí siempre deslumbrado. En mis apuntes encuentro algunos títulos preferidos: Robó tres veces el vaso de los nueve dragones, con la que me inicié, Escándalo en el palacio celestial, Adiós a la concubina, Cómo un monje ebrio abrió la puerta del claustro. Puedo decir que jamás he sentido un placer escénico tan extremo como en aquellas veladas. Luego he visto esas mismas piezas en París, en Londres, en Praga, en giras que la Ópera de Pekín hace por el mundo, pero nunca ha sido lo mismo. Al desaparecer la relación con su público habitual se convertían en ceremonias bellas y solemnes, un acto magistral de exotismo de alta cultura. En fin, otra cosa.

¿Y en Barcelona?

Hablo con Ralph, el hippy de pelo color de yodo. Me recuerda a alguien pero no logro saber a quién. A pesar de que sus rasgos son muy viriles, debajo de ellos algo me remite a una mujer que conozco y no logro precisar. Hay en sus gestos una concentración excesiva, se frunce hasta cuando ríe, lo que sugiere un ramalazo de locura. El diálogo es muy desordenado: "¿Qué estudias?". "Ah, eso fue hace cuatro años. Desde entonces vivo on the road: Nepal, la India, Turquía"; permanece en silencio, perdido en un ensueño. Añade de pronto: "En Tetuán hice muy buen negocio, aquí no tengo quien me ayude". "¿Un negocio muy bueno, hasch?". "Calla, hombre, aquí no lo hago. Son seis años de cárcel. Es posible que pronto me vaya a Londres". "Es una ciudad muy cara", le digo. "Para mí nada es caro. No tengo dinero, todo es igual. Si tengo hambre pido pesetas. Te voy a enseñar un sitio donde te dan sopa por seis pesetas. Sólo tienes que llevar un plato o una taza". Silencio largo, me tomo tres coñacs al hilo. "Vivo en el lugar más barato de la ciudad", añade. "Veinticinco pesetas al día, eso no es nada". Yo sigo en espera del dinero de México. Debo dos semanas en el hostal. ¿De quién es esa expresión?, ¿dónde he visto esos gestos? Tal vez en el cine. Jean Harlow, en Mares de China, pero impresos en la cara de un macho. Nadie podrá imaginar el escalofrío de horror que me recorrió cuando me habló de la sopa de seis pesetas, eso sí, llevando una taza propia. Cuando me lo decía él parecía estar seguro de que pronto llegaría yo a utilizar ese recurso.

El lenguaje lo es todo

¿Qué hazaña de Napoleón podría compararse en esplendor o en permanencia con Guerra y paz, los Episodios Nacionales, La cartuja de Parma o Los desastres de la guerra, obras que paradójicamente surgieron de la existencia misma de aquel impulso épico?

Para un escritor el lenguaje lo es todo.

Aun la forma, la estructura, todos los componentes de un relato, trama, personajes, tonos, gestualidad, revelación o profecía, son producto del lenguaje. Será siempre el lenguaje quien anuncie los caminos a seguir. Robert Graves decía que la obligación primordial del escritor consiste en trabajar, sin concederse tregua, en, desde, con y sobre la palabra.

Lección de letra muerta

Algo parece mantener al teniente Kickeritz en vida, su pasión por las viejas piezas de porcelana, los iconos, las bellas ediciones. Mientras recoge objetos valiosos dirige pelotones de ejecución que actúan dos o tres veces por semana y que al final participan hasta en cuatro ejecuciones diarias. El espacio por donde deambula se ha convertido en un campo de cadáveres y ruinas. Intuye que dentro de pocos días tanto él como el entero Imperio de los Habsburgos habrán dejado de existir. Una pestilencia de carroña y excrementos se expande paulatinamente por los bosques, gana los poblados, se filtra por las rendijas de las puertas. Ya no se oyen las czardas, los valses, las tonadas festivas del cancán. Los únicos bailes permitidos en los Cárpatos son las crujientes danzas medievales de la muerte. Signo del paso del hombre en este libro desolado son las osamentas y sus defecaciones. Los desechos fecales parecen humillar en particular a los signos visibles de la cultura. En una ensaladera de Meissen, fabricada en 1713 para la casa del emperador, el teniente encuentra huellas de excrementos. En el comedor de una mansión saqueada de Galizia "apestaban los excrementos dejados, con menosprecio plebeyo, precisamente en aquel lugar donde vio un libro clavado, un volumen encuadernado en piel, un Lamartine tal vez, o un Balzac en su primera edición parisiense". En otro palacio devastado, en Ucrania, el teniente reconoce un fragmento de La muerte de Cleopatra, un trozo nada más de un cuadro mancillado con excrementos.

La porción deletérea

Busqué en un libro de cartas de Joseph Conrad leído hace muchísimos años unos comentarios sobre los efectos deletéreos que el dinero produce social e individualmente, y no los encontré. Estaba casi seguro de que los había transcrito en mis diarios. Tampoco estaban allí. De repente, al abrir al azar una de mis libretas topé con unas líneas del 20 de abril de 2000. Bogotá. Esta mañana visité una exposición sobre viajeros alemanes en Colombia. En una tablilla leí: "La búsqueda de oro es en los europeos una enfermedad que raya en la demencia". Firmaba Humboldt.

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