Carta (póstuma) a don Álvaro d'Ors
Estimado don Álvaro:
Desde nuestra última conversación telefónica, en vísperas de la Navidad, no he vuelto a tener noticias suyas. Con voz algo agitada me explicó en aquella conversación que se encontraba en casa, tranquilo, con buena parte de sus hijos, disfrutando de una especie de permiso provisional -fuera de la clínica- aun cuando me dejó muy claro que no tenía el alta médica. Me anunció que a primeros de año vería por fin la luz una publicación que sé que esperaba usted con mucha ilusión: la edición en castellano de su correspondencia privada con Carl Schmitt. "Este libro que tengo prometido a su marido, dígale Amelia que, en cuanto salga, se lo hago llegar" fueron, si no recuerdo mal, sus palabras. Y estaba yo en estos días esperando recibir carta suya incluyendo la novedad editorial cuando he tenido noticia de su adiós definitivo. Me queda hoy, nos queda desde hoy a muchos que como yo tuvimos la fortuna de conocerle y el singular privilegio de aprender de usted, el recuerdo vivo de su talante personal y la omnipresencia de su excepcional romanismo.
No quiero en este momento triste recordar el número de sus obras, ni siquiera la calidad científica de las mismas. Unos ya lo han hecho y otros muchos lo harán mejor que yo: los que estuvieron junto a usted en el aula y a quienes diariamente, según me han contado, "pasaba revista" aclarando las dudas y resolviendo las dificultades y trabas de su trabajo científico. Sin embargo, yo no he escuchado sus lecciones ni soy formalmente discípula suya. Pero más allá de la oficialidad de esa docencia, usted, don Álvaro, ha ejercido generosamente su magisterio con "oyentes" sensibles a las palabras del maestro: palabras de estímulo para el trabajo bien hecho, también palabras de cierta exigencia, y otras veces, las necesarias, palabras de crítica y de reconsideración de lo ya hecho. Yo soy una de sus oyentes, sin aula universitaria, sin hora señalada para clase, sin programa predeterminado, simplemente destinataria de una suerte de "docencia libre" per epistulam o en casa del maestro, per mensam.
Y es que el destino ha sido generoso conmigo. Recordará, don Álvaro, que hace casi treinta años, en uno de sus muchos viajes a Coimbra, pernoctó en Salamanca y, a la mañana siguiente, antes de continuar viaje, decidió pasar por el viejo Seminario de Derecho Romano de mi Universidad. Fue informado de que esa misma mañana una joven defendía su tesina de licenciatura sobre un instituto de derecho privado romano. La joven era yo y, según supe por mi director, estaba usted muy interesado en asistir al acto académico. Me topé con usted en el pasillo de la Facultad, a las puertas del Seminario. Yo no le conocía personalmente, pero no fue difícil intuir que aquel "desconocido", un hombre alto, corpulento, erguido, de gesto amable y de cejas muy pobladas podía ser don Álvaro. Asistida por no sé qué fuerza interior tuve la osadía de acercarme a usted y preguntarle: ¿es usted don Álvaro? Me contestó afirmativamente dibujando ya su primera sonrisa, y, sin tiempo para que usted preguntara por mi propia identidad, le confesé mi nombre y mi condición de "graduanda". Fue entonces cuando sucedió lo inesperado. Me pidió usted permiso para asistir a la defensa de mi tesina, ya que, según decía, no quería incomodarme con su presencia, quizás intranquilizarme en exceso: "Lo dejo en sus manos", me dijo. Quedé impactada por aquella realidad: era la imagen viva del maestro, maestro en verdad, el que ciertamente sabe y mucho, y, sin embargo, con un talante humano, cordial, afectuoso, casi entrañable desde las primeras conversaciones, pide permiso para escuchar al que no sabe nada, y asegura, después de oír al "novus", que ha aprendido mucho de la exposición que ha hecho del tema, y que agradecería se le enviara dicho trabajo para leerlo detenidamente y dar por escrito su opinión razonada sobre el tema. Sí, don Álvaro, descubrí en usted la singular modestia del estudioso de raza, la humildad explícita del sabio sin paliativos. Y esa impresión cierta de estar ante alguien excepcional -que marcó mi primer encuentro con usted- ha dejado en mí una huella, hoy imborrable y definitivamente atemporal, porque se ha instalado en mi corazón. Desde entonces he tenido la inmensa fortuna de escribirme con usted habitualmente, cartas, muchas cartas que conservo, todas debidamente ordenadas en mi escritorio. Constituyen uno de mis tesoros intelectuales más preciados. En ellas hay infinidad de sugerencias originales de trabajo, instrucciones varias sobre el método de investigación más adecuado, indicación de algunos estudios todavía pendientes... en fin, todo un "arsenal romanístico". Y también uno de mis objetos personales más queridos. Porque en una ya tan larga relación epistolar las letras que usted me ha dedicado han trascendido lo puramente académico, se han despojado de todo elemento romanístico para instalarse definitivamente eº1n el mundo de los sentimientos. Sí, don Álvaro, en más de una ocasión ha tenido que orientarme sobre ciertos derroteros que sigue la vida y que dejan al descubierto simplemente la infirmitas del hombre: "Todo tiene alguna razón de ser, Amelia", solía escribirme, "aunque todavía hoy le resulte desconocida". Tenga paciencia....
Claro que las visitas a su casa han reforzado a lo largo de los años aquellas primeras y segundas y terceras... impresiones extraídas de las cartas. La relación de afecto ha ido creciendo con el tiempo, también hacia doña Palmira, su esposa, siempre hospitalaria, con los "extranei" transformados en "adgnati proximi", a pesar de tener que soportar sesiones casi siempre demasiado largas y para ella supongo que "aburridas" sobre la presencia de "pecunia stipulata", en la "pecunia traiecticia" o sobre la corrección del sentido etimológico de "fides", o sobre otras muchas consultas que yo le hacía a usted "aprovechando mi viaje... a Pamplona". Y usted, don Álvaro, que parecía casi más interesado aún que yo misma en el tema, no ponía freno a aquel aburrimiento. Se entregaba con toda generosidad a mis pesquisas. Yo perdía ciertamente la nocion del tiempo... y de la educación. Pero tengo la sensación de que usted siempre me ha disculpado estos excesos. Recuerdo a doña Palmira interrumpiendo cariñosamente nuestra charla de horas cuando el té ya se había quedado frío y apenas había pastas en las bandejas que ella había distribuido sobre las mesas de aquel salón de ustedes expresamente diseñado para recibir: "¡¡Álvaro, ya está bien, no todo el mundo tiene tu capacidad de trabajo...!!". Y no le faltaba razón a doña Palmira. Se había hecho tarde, sin darnos cuenta.., o, tal vez, sí nos dimos cuenta del paso del tiempo, pero ambos estábamos entusiasmados con aquel debate. Ése es su magisterio, el entusiasmo por aprender.
Hace ahora un año le visité en casa. Estábamos tristes, doña Palmira nos había dejado. Me costó subir las escaleras hasta el primero y afrontar que ella no saldría a recibirme al hall, como siempre antes. Su posición la ocupó usted, don Álvaro, y yo me sentí reconfortada al instante. Tras muchos años sin vernos personalmente, seguía conservando usted impecablemente sus cejas muy pobladas, su entrañable sonrisa y su corpulencia física que queda en nada cuando uno percibe su fortaleza de ánimo y su coraje espiritual. Hablamos de su infancia: me trasladó a un mundo de cultura asistido por Ortegas, Pidales, Barojas y Dorsianos en casa del maestro Bienvenida. Quedé embelesada con aquellos relatos. Fue nuestra primera charla sin la omnipresencia del derecho romano. Me preguntó por la familia. Llegaron algunos de sus hijos y sus nietos, era la hora de comer. Nos despedimos sine die... hasta hoy, don Álvaro, que he empezado a echar en falta sus letras... su consejo... sus palabras exigentes... su modestia, en fin, toda su persona.
Con el afecto de siempre, Amelia.
PD. Dé un saludo afectuoso a doña Palmira, ahora que comparte con ella aeterna auctoritas.
Amelia Castresana es catedrática de Derecho Romano de la Universidad de Salamanca.
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