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Columna
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Las veteranas

Son elegantes, guapas, divertidas, bien maquilladas. Andan por los sesenta y pico de edad y aún ejercen, cuando pueden, el oficio más viejo del mundo. Su presunta clientela tiene aún más años y suelen conocerse de tiempo atrás. Los buenos tiempos de cada uno. Existe la creencia salomónica de que los hombres viejos pretenden muchachas muy jóvenes que les vigoricen y estimulen. No es totalmente cierto, incluso desde antes de inventarse la viagra. Lo que busca el galán maduro es compañía, comprensión y total disimulo y excusa en el caso de los desfallecimientos sexuales. Quizá, también, cierto regodeo ante remotas complacencias cuando, entre estas antiguas conocidas, reaparece lisonjeada una imagen que los años han emborronado. También ellas se tropiezan con la cara amable de un pasado en el que abundaron las decepciones y las penalidades.

Suelen reunirse en los lugares que ellos frecuentan, quizá los mismos donde se conocieron hace treinta o cuarenta años. Estas mujeres tienen hijos, nietos a los que aluden con la normalidad de quien se abandona entre camaradas. Sin presunciones, ni muestra de fotografías, unas veces orgullosas de sus retoños y descendientes, otras reservándose las situaciones difíciles. Hablan con despreocupada veteranía de Marbella, Portals, Cannes, Venecia, el Caribe o las islas Seychelles, aunque no recuerden con quiénes fueron la primera o la última vez. De la primera ojeada conocen si la esposa o familiares femeninos se hallan presentes y pasan la mirada como sobre un cristal. Están al tanto de los chismes de la sociedad igual que la más conspicua lectora de ¡Hola! y, muy a menudo, asisten, en las últimas filas, al funeral de aquel cliente circunstancial.

A pesar del excelente maquillaje, cada arruga encierra una historia, son como sultanas de las Mil y Una Noches entradas en la tercera edad. Algunas comenzaron en Chicote, Pidoux, El Abra o el bar del Palace, lugares que hilaban muy fino en cuanto a la admisión de damas de tan poco dudosa reputación. Había entre ellas nombres insignes, míticos. Recuerdo haber visto en el bar Balmoral -donde estaba prohibida la estancia de mujeres solas, no por estrechez de miras de su dueño, el excelente Jacinto Feliú, sino por una presión social insoportable- a La Caoba o La Brillantes, ya no recuerdo bien si una, otra o ambas juntas. Como reinas se acomodaban en la mejor mesa, bebían un cóctel de champán, quizás un refresco, y recibían con indolencia condescendiente el besamanos de generales, grandes abogados, banqueros, opulentos bilbaínos -la mayor parte de los millonarios de entonces tenían casa en Guecho- destacados estraperlistas, negociantes catalanes y merodeadores de la política. Ellas eran ricas y respetadas, formaban parte distinguida de la historia de España, de una parte empigorotada de aquélla.

Estas otras que digo podrían ser la burguesía residual. En otras épocas habrían sido "retiradas" por un benefactor específico, que solía ponerles una mercería, una tienda de flores, una bisutería, la mayor parte de las veces a nombre de él o de alguna sociedad intermedia, en la que desempeñaba el puesto de directora o gerente del negocio que, si iba bien, engordaba los beneficios del amoroso filántropo. Otras emplearon su mano izquierda en boutiques, pequeñas tiendas de antigüedades, corretajes inmobiliarios, representación de novedades americanas o japonesas... Siempre en puestos donde la confianza y la lealtad solían estar del lado de ellas.

Las veo en el bar que aún frecuento, las mañanas de los sábados, parlanchinas, alegres, optimistas, saludando a los vetustos amantes de un día o de una porción de sus vidas, ofreciendo las mejillas, tersas en ocasiones gracias al milagro de la cirugía estética, a los besos superficiales del elemento masculino. Tengo la impresión de que no hablan del pasado, ni cuando, después de las tres de la tarde, algunos rumbosos con relaciones familiares relajadas se las llevan a comer a un buen restaurante. Pienso que todo queda ahí, en la grata y venial sobremesa. Si no hay almuerzo, se despiden con el mismo espíritu amistoso; tienen todo el pasado y el futuro por delante. Trato a estas veteranas con afecto y respeto, vistas siempre desde una prudente lejanía. Creo que son damas valerosas que han luchado duramente. En ciertos casos, lo peor pudo ser un marido inadecuado, pero ninguna de ellas ha caído en manos del chulo o de las mafias, que tanto han envilecido el arte oficioso de amar.

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