Educar a la sociedad
La violencia es una antigua y brutal expresión del afán de dominio, del lenguaje del rencor y de la destilación de la venganza, que en el ámbito familiar cobra una dimensión especialmente dramática y reprobable. La institución familiar ha sido -es- lugar de encuentro de las más nobles actitudes y de las más abominables acciones. Y los más débiles son las víctimas de los más fuertes, que afirman sus carencias a través de la brutalidad. Es la proyección sobre esta célula social de la confrontación que se produce en otros ámbitos superiores: la comunidad internacional o el propio Estado.
En el seno del hogar se introducen subrepticiamente, a diario, a través de los medios de comunicación, brutales palizas, heridas sangrantes, sección de extremidades, pérdidas de órganos y muertes horrísonas. Y todas estas vicisitudes aparecen adornadas por lamentos deshumanizados, alaridos desgarradores y gritos lacerantes y acompañadas de soeces insultos y palabras malsonantes. Este panorama se hace familiar a niños y mayores desde la más corta edad. Familiarizarse con algo es convertirlo en consuetudinario. Es manejarlo con naturalidad. Es enraizarlo en la intimidad de las imágenes y de los sentimientos. Así, la violencia entra en las casas a través de los medios y permanece en ellas. Y se aprende a convivir con ella. Es más, de la pasividad del espectador se ha pasado a la acción realista de unos juegos que premian el número de muertos, la calidad de disparos y golpes o la extensión e intensidad de las destrucciones.
Es necesaria una pronta respuesta judicial cuando se produce la separación de la pareja
Hay muchas violencias producidas por perturbados: enfermos mentales que matan y, con frecuencia, se quitan la vida. Se dan actos de agresión que se condimentan con pasiones, como los celos, justos o injustificados, pero arrolladores. Otras obedecen a conceptos morales o históricos, sobre los que se pretende justificar actos vandálicos. Hasta hace poco tiempo, la jurisprudencia legitimaba bofetadas por la intención de corregir o despenalizaba la muerte de los adúlteros sorprendidos in fraganti por la limpieza del honor. Quienes conservan estos cánones, esgrimen antiguos refranes o pseudoingeniosos chascarrillos para justificar sus aberrantes actos.
El reto de combatir la violencia en la familia pasa por los objetivos de su castigo y su prevención. Las penas son los medios tradicionales para compaginar la sanción con la disuasión, pero sólo en ocasiones son eficaces. Para prevenir se acude hoy a las órdenes de alejamiento. Su incumplimiento se combate con sofisticados medios para detectar la transgresión de la medida y la peligrosa proximidad con más castigos para el infractor. Se proponen terapias de conducta de dudosa eficacia y se discute la posibilidad de poner al infractor en la picota, para su público escarnio y vergüenza.
Quizá no se utilice debidamente la única arma eficaz: la educación. Es cierto que se invita a las víctimas a no colaborar con su silencio, comprensión y perdón. Se les incita a denunciar. Pero esta medida va dirigida a las víctimas. Hay que buscar medios de llegar a los infractores. A plantar en el alma de los potenciales agresores la repulsión hacia estas conductas. Educar a una sociedad letárgica y pancista: ése es el desafío.
Pero hay algo más. La furia de los perturbados se desata como consecuencia de un agente provocador. El hecho de que nada justifique la violencia no quiere decir que ignoremos que determinados hechos, actos o circunstancias pueden disparar la máquina vandálica.
Momentos de especial riesgo son aquellos en que la familia entra en una crisis formal. La ruptura de la pareja desencadena graves consecuencias de íntimo dolor y frustración. Es el momento de la verdad. O de las verdades. Cada uno de la suya. En ese momento se abre la puerta de las reivindicaciones y de la expresión de los agravios. Reales o ficticios. Repentinamente caen sobre cada uno las opiniones del otro, largamente contenidas y cruelmente expresadas ahora. A esta revelación siniestra se unen la desintegración del proyecto de vida, la evaporación del futuro, la pérdida de la persona amada, la infidelidad, la traición, la mentira o el desprecio entran frontalmente en sus vidas. A ellos se añaden el alejamiento de los hijos, la privación del hogar, manteniendo quizá el pago de su hipoteca, el abono de pensiones exageradas o la percepción de otras insuficientes. Todo ello, valorado como una injusta agresión, invita a la venganza. La unión de la familia, sellada por un sentimiento de la calidad, envergadura y trascendencia del amor, catapulta, en ocasiones, hacia el opuesto: el odio y la venganza.
Hacer que en las rupturas familiares no haya víctimas sería de eficacia inusitada en la lucha contra la violencia familiar. La especialización generalizada de la jurisdicción de familia; la admisión de la posibilidad de una custodia alternativa o sucesiva, como ha hecho Francia; la supresión de la necesidad de una doble confrontación judicial; la humanización del proceso y de las decisiones que en él recaigan; la modificación de la ley en materia de adjudicación del uso del hogar; son todas ellas acciones benéficas.
Pero todo ello será inútil sin una pronta respuesta judicial cuando se produce la separación de la pareja. ¿No constituye una incitación a la violencia cuando, presentada una demanda con su contenido de inculpaciones y pretensiones, se mantiene a dos personas conviviendo en pocos metros durante meses? Y si, además, se les brinda una solución de poner fin a la vida en común, rápida y eficazmente, mediante la denuncia de agresiones, aunque sean falsas, ¿no se estará tentando a los desaprensivos a hacer violencia con las armas contra la violencia?
Luis Zarraluqui Sánchez-Eznarriaga es abogado y presidente de la Asociación Española de Abogados de Familia.
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