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AGENDA GLOBAL | ECONOMÍA
Columna
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G-7 en Boca Ratón: el baile de las monedas

Joaquín Estefanía

A PRINCIPIOS DE LOS SETENTA del siglo pasado, el presidente de EE UU, Richard Nixon, dinamitó unilateralmente el sistema monetario y los restos del orden que se había creado en Bretton Woods en la posguerra. A partir de entonces, el Fondo Monetario Internacional (FMI) perdió algunas de las competencias para las que había nacido -supervisar el régimen cambiario- y devino en el guardián de la ortodoxia de los países en dificultades, para lo que nadie le había elegido. El mundo se quedó sin normas de juego en el terreno monetario.

Como, al mismo tiempo que eso sucedía, aumentaba la interdependencia entre los países y se asentaba la globalización como marco de referencia, la necesidad de una coordinación de las políticas económicas -y monetarias- se hacía imprescindible. Nacieron así lo que Jacques Polak denominó las formaciones G (G-3, G-7, G-8, G-20, etcétera). En 1975 se creo en Rambouillet (Francia) el G-5, compuesto por los ministros de Finanzas y los gobernadores de los bancos centrales de Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia y el Reino Unido. Diez años después, el G-5, en el hotel Plaza de Nueva York, llegó a sus primeros acuerdos históricos: sus representantes pactaron la sobrevaloración del dólar, iniciando así una fase de mayor coordinación de los grandes, y, de paso, acabaron con el dogma de la libertad de movimientos de los mercados de divisas que Ronald Reagan había instalado como parte de las reaganomics durante los primeros años -los más duros- de su primer mandato. Dos años después, en 1987 , el G-5 transmutado en G-7 por el añadido de Italia y Canadá, firmaba el Acuerdo del Louvre (una especie de Acuerdo del Plaza 2), en el que se admitía que el dólar se había depreciado ya de modo suficiente y que las autoridades defenderían los tipos de cambio de sus monedas, con márgenes de fluctuación relativamente estrechos.

El déficit público presentado el lunes por Bush ascendía a 521.000 millones de dólares; una semana antes era de 477.000 millones; en octubre, de 400.000 millones. ¿Qué pasaría en Europa con esta irresistible ascensión?
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Casi dos décadas después de aquello se manifiesta de nuevo la necesidad de una actuación coordinada del G-7 (ahora G-8, tras la incorporación parcial de Rusia) ante la apreciación del euro, que puede dar al traste con la limitada recuperación económica europea. Desde la última reunión del G-7 en septiembre (Dubai), en la que se demandó genéricamente mayor flexibilidad de los tipos de cambio, la moneda única europea se ha apreciado casi un 9,5 respecto al dólar. Según algunas estimaciones, cada apreciación de un 10% del euro respecto al dólar supone un punto menos de crecimiento.

Los ministros de Finanzas del G-7 tenían previsto reunirse estos días en Boca Ratón (Florida). El ambiente previo para lograr una intervención conjunta en los mercados de cambios de divisas era poco más que cero. Lo contrario sería una sorpresa. Para empezar, el Banco Central Europeo no ha considerado oportuno ayudar bajando los tipos de interés. Además, un EE UU inserto ya en una larga precampaña electoral no parece el mejor escenario para paliar los enormes desequilibrios de los déficit gemelos (por cuenta corriente y presupuestario), que ascienden, en ambos casos, a alrededor del 5% del PIB de la nación. La debilidad del dólar es observada con buenos ojos por la Administración americana; lo que es difícil es determinar cómo se seguirá produciendo, hasta cuándo y hasta cuánto.

La reunión de Boca Ratón tiene lugar apenas unos días después de que George Bush diese publicidad a sus presupuestos para el año fiscal 2005, calificados por The New York Times como "los presupuestos de Pinocho" y como "un ejercicio de cinismo en un año de elecciones". El acto de presentación de este documento sirvió para conocer el crecimiento rápido y exponencial del déficit público americano. Bush calculó que en estos momentos ese déficit asciende a 521.000 millones de dólares, mientras que una semana antes la Oficina Presupuestaria del Congreso lo había calculado en 477.000 millones, y el pasado mes de octubre, en 400.000 millones. ¿Qué pasaría en Europa si algún país hiciese pública tal progresión y tal porcentaje?

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