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A pie de obra | TEATRO
Columna
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Nadie repite curso

Marcos Ordóñez

Uno. Le Roi se meurt, quizá la obra maestra de Ionesco, se estrenó en París en 1962. George Devine la montó, con Alec Guiness, en el Royal Court. José Luis Alonso, siempre atento a lo último, la presentó en el María Guerrero en 1964, precedida por El nuevo inquilino. Gran reparto: Bódalo, la Pradera, José Vivó y Rosario García Ortega. Cuarenta años después, el rey vuelve a cantar, en la Abadía: uno de los mejores espectáculos de su historia, y uno de los grandes montajes de José Luis Gómez. Con su minuciosidad habitual, pero sin su frialdad característica: una palpitación de vida; un memento mori con todo en su sitio: el humor, la emoción, la altísima poesía. Un espacio íntimo, que parece diseñado por Pierre LeTan. Paredes color entre albero y malva, es decir, entre plaza de toros y gineceo, para la lidia de Berenguer I, el gran toro que se resiste a morir. Berenguer es el personaje arquetípico de Ionesco, el protagonista de Rinoceronte: yo, tú, ustedes; el hombre corriente que se sueña rey, rey de cuento o rey de baraja. En los muros movedizos hay pequeñas hornacinas con sus juguetes favoritos: un salacot de explorador, como el del Capitán Tan, y un cetro con una plateada cabeza de rinoceronte en el mango. La noticia de su muerte llega en mitad de una fiesta. Hay una lluvia de tapones de champán y luego el silencio: el adiós a todas las fiestas futuras. En ese momento hubiera sonado bien All Tomorrow Parties, pero tampoco está nada mal el My Way que pincha Gómez, en la versión canónica de Sinatra. Luego llegarán La pensée, de Carosone, y la orquesta de juguetes tristes de Pascal Comelade, y unas ráfagas heladas del Réquiem de Mozart. El Mozart lúgubre, tremendo, es el score perfecto para la reina Margarita, la primera mujer de Berenguer, y Comelade le sienta como un guante a la amorosa nostalgia de la reina María, su segunda esposa. Margarita dice: "Vas a morir en hora y media, el tiempo que dura el espectáculo". En el coso/gineceo, en el último bar de la noche, rodean a Berenguer las dos reinas, y la criada Julieta, y el médico, y el alabardero. Las paredes se agrietan y llueve arena del reloj rajado. Todo muere alrededor de Berenguer, porque el rey es el centro del universo. El médico (José Luis Alcobendas) anota: "La primavera nos ha abandonado a las dos y media. Ya estamos en noviembre. Cae la nieve en el polo norte del Sol. El cometa está cansado, se envuelve en su cola, se enrosca como un perro enfermo". El alabardero (Jesús Barranco) es el testigo de su pasado glorioso, el maese Shallow de ese Falstaff aterrado ("¡lo que hemos visto, lo que hemos visto, Sir John!"), y retransmite comunicados, minuto a minuto, sobre su estado cambiante. Incredulidad, rebeldía: "Me moriré cuando tenga tiempo, cuando lo decida". Angustia. Impotencia: "Me siento como el escolar que se presenta a un examen sin saberse la lección". La reina Margarita sentencia: "Pasarás el examen. Nadie repite curso". Luego llega la súplica: "¡Por favor, que se acuerden de mí!". Y el delirio, y la resignación y, al fin, el despojamiento. El tema de la obra es el aprendizaje y la aceptación de la muerte. "Cualquiera diría que es el primero que muere", dice Margarita. "Todo el mundo es el primero", susurra María.

Dos. Francesc Orella es Berenguer, el rey, en un gran trabajo, mucho más conmovedor y libre de artificios que en La caída. Hay dos perlas en su corona, una corona trenzada a mano, paso a paso, y pulida por Gómez para que brille y no pese. La primera perla es su diálogo con Julieta (Inma Nieto, que ya fue bufón de Lear), cuando le pide que le cuente lo que hace a diario, y ella narra su vida cotidiana, fatigosa, aburrida, y él quiere atrapar, maravillado, el olor de la lejía en sus dedos, los colores de la fruta en el mercado, el milagro de la respiración. La segunda perla es la evocación de un gato, un gato rubio, "un auténtico príncipe, un poeta", despedazado por el enorme perro de los vecinos: un canto de amor perdido, en el punto justo para hacerte llorar lágrimas limpias, purísimas. ¡Qué hermosos monólogos, qué texto más soberbio y qué traducción tan viva y poderosa la del poeta Martínez Sarrión! Citaría tiradas enteras, dejaría que ocuparan todo el espacio de la crónica, pero mejor unas pocas frases, unos ecos, para que les abran el apetito, para que vayan a la Abadía a escucharlos completos, con las voces y los cuerpos de la imponente Susi Sánchez, la reina Margarita, y Elisabet Gelabert, la sensualísima reina María. Margarita es la madre/muerte, la espiritualidad terrible, en los puros huesos; María es la carne feliz, la amante, la hermana, la voz del amor: "Si me amas, si amas cualquier cosa", dice María, "el miedo te abandona, el universo permanece íntegro, todo resucita, el vacío se vuelve plenitud... Recuerda aquella mañana de junio al borde del mar, en que estábamos juntos y la alegría te iluminaba, te penetraba... aquella alegría la tuviste, decías que allí estaba, y si lo dijiste puedes volver a decirlo... Aquella resplandeciente aurora permanece en ti, si lo estuvo siempre lo estará". Y el rey solloza: "¡Luz de mis días, socorro!". Estas cosas escribió Ionesco, y ahora Gómez y sus actores vuelven a decirlas para todos nosotros, para cuando nos llegue la hora de ser Berenguer, o María, o Margarita. Y en el prodigioso tramo final, Margarita guía al rey hacia el despojamiento, como una sacerdotisa budista: Gómez descubrió que su monólogo era una glosa del Libro de los muertos tibetano, ese texto escatológico que bien hubiera podido llamarse La transustanciación, paso a paso. "Separa los dedos, suelta las llanuras, libera las montañas... renuncia a ese imperio que te pesa, te retrasa... renuncia a los recuerdos coloreados... no temas a ese lobo aullante de colmillos de cartón...". Desaparecen ventanas, puertas, muros. El rey dice adiós a todo eso; ocupa su sitio definitivo en el trono de juguete y se hunde en la bruma. Gran texto, grandísima función en la Abadía. No se la pierdan.

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