¿Carmen?
Un precioso programa, sólo afeado por el último de los bises, trajo a Valencia el violinista lituano Julian Rachlin. Intérprete también de viola, inició con ella los cuatro Märchenbilder de Schumann. Muy bien compenetrado con la pianista, hubo, en el primero de ellos, un interesante juego entre ambos, casi de pregunta y respuesta, exhibiendo los dos un rico fraseo y un delicado romanticismo en el enfoque, como corresponde a estas fábulas musicales. Menos conseguidos estuvieron el segundo y tercero, donde la velocidad dificultó alguna vez la afinación exacta y el ataque límpido, sobre todo en las cuerdas más graves. La cuarta fábula, bajo la indicación de "lento con expresión melancólica", puso de nuevo en escena el bellísimo timbre de la viola y el sincero apasionamiento de la expresión pianística.
Cambió Rachlin al violín (un Guarnerius del Gesú de 1741) para el op. 100 de Brahms. La joya que tenía entre las manos no le impidió ayudar a Kathryn Scott en la clarificación del importante papel -en absoluto subordinado al violín- que tiene el piano en esta Sonata, como se indicaba con acierto en el programa de mano. Pero podríamos ir, incluso, un punto más lejos. En la exposición del primer movimiento, el piano adquiere una hegemonía casi absoluta, y se convierte, de hecho, en el timbre principal. Rachlin supo traducir con elegancia ese "segundo plano", y dejó que la británica asumiera, sin problema ninguno, el rol protagonista. Más equiparados en la sección de desarrollo y en el resto de movimientos, ambos músicos consiguieron una versión a la vez apasionada y meditativa, y hubo una gracia especial para expresar la autonomía de líneas en cada uno de los instrumentos que, por otra parte, aparecían perfectamente conjuntados.
Tanto en estas dos obras como en las que se tocaron tras el descanso, Scott se mostró como una pianista vigorosa y swingante, más atenta a los grandes rasgos del fraseo que al detalle, más interesada en la coherencia del diálogo que en la belleza de la sonoridad. Una mano izquierda poderosa, capaz de caer con la fuerza necesaria en el momento oportuno, y una derecha con sabiduría para cantar se convirtieron en réditos incuestionables. Max Bruck y Cesar Franck fueron los beneficiarios. Junto al público, naturalmente, cuyos aplausos consiguieron un primer bis de Fritz Kreisler, sin pretensiones, pero con todos los ecos y añoranzas del vals. Por desgracia, como segundo regalo (¿regalo?) se dio una de esas obras que siempre aletean en torno a los violinistas. En este caso, un potpourri de Carmen (probablemente, la versión con piano del arreglo de Franz Waxman), muy apto para lucir recursos virtuosísticos (armónicos, dobles cuerdas, escalas vertiginosas, etc), pero que consigue -mejor decirlo sin paliativos- trivializar la escueta tragedia que Bizet plasmó en su ópera. Nada nuevo: la consideración circense del violín (la búsqueda del "más difícil todavía") ha empañado y continúa empañando los recitales de este instrumento.
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