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Columna
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Refugios

Fue a finales del siglo XVIII cuando Samuel Johnson hizo pública una sentencia que, desde entonces, se ha convertido en clásica: "El patriotismo es el último refugio de los canallas". Nada tengo que objetar a esta sentencia salvo su limitación. Además del patriotismo, hoy los canallas cuentan con otros excelentes refugios, entre los que destacan por su idoneidad dos: la conciencia y la sociedad. No solo los canallas: también los tontos con iniciativa, los pagados de sí mismos, los que arriesgan la suerte de otros, los que se empecinan en el error hasta parir el horror. Todos ellos pueden refugiarse, y a menudo lo hacen, tras alguna de estas grandes palabras. Pero no quiero hablar de patriotismo ni de canallas, sino de esos refugios, sean quienes sean los que a ellos recurren (recurrimos).

Si he actuado en conciencia, ¿quién eres tú para reprocharme nada? Tiemblo cada vez que escucho a alguien proclamar, con la complacencia de un gato satisfecho, que tiene la conciencia tranquila. ¿Cómo es posible tener la conciencia tranquila, a no ser que la tengamos anestesiada? ¿Podemos imaginarnos a Pinocho saliendo por ahí de copas del brazo de Pepito Grillo? A poco que recordemos la historia -en su versión Disney-, estaremos de acuerdo en que el tal Pepito era, en todos los sentidos, un auténtico coñazo: que si no hagas esto, que si no hagas lo otro, que si vete a la escuela, que si no te fíes de quienes te prometen una vida de holganza y cachondeo... y encima, teniendo razón, pues cada vez que el pobre Pinocho desoía los consejos del sabiondo aguafiestas las cosas le salían mal.

Pero esa y no otra es la función de eso que llamamos conciencia: incomodar. Salvo que reduzcamos la conciencia, en palabras de ese gran provocador que fue Ambrose Pierce, a "estado mórbido del estómago, que afecta a la materia gris del cerebro, y produce malestar mental". Por cierto, debemos a Pierce una impagable definición de cristiano: "Quien cree que el Nuevo Testamento es un libro de inspiración divina, conveniente para las necesidades espirituales de su vecino". Al fin y a la postre, esa conciencia-cuna, arrulladora y cálida, personal e intrasferible, a la cual recurrir cada vez que precisemos justificar nuestros actos, cumple la misma función que antaño cumpliera un Dios creado a nuestra imagen y semejanza. "Dios me juzgará", decían quienes lo único que pretendían era librarse del juicio de los hombres.

Algo parecido ocurre con el recurso a la sociedad. "Me debo a los míos", dicen los unos; "Tengo el apoyo de la mayoría de la sociedad", dicen los otros; "Sólo mi pueblo puede juzgarme", sostienen estos; "No he hecho más que servir a los intereses de mi sociedad", afirman aquellos. Antes fue la historia -"La Historia me absolverá", lo dirían con mayúscula-, pero el resultado es el mismo: suspender la crítica. Ambos recursos unidos, conciencia y sociedad, suponen un refugio infranqueable. No hay escrúpulo de conciencia que no se aplaque con una amplia adhesión social (yo no lo hubiera hecho, pero me debo a mi gente) ni reproche social que no se arregle con el recurso a la sagrada conciencia personal (debo hacer lo que es debido aunque al hacerlo me enemiste con los míos). Conciencia y sociedad se han ido así vaciando de cualquier potencialidad crítica. Lo que debía ser instancia heterónoma, juicio exterior, se ve reducido a recurso legitimador.

Recientemente un político en cap ha recurrido a ambas disculpas, la de la conciencia y la de la sociedad, para justificarse tras un (cuando menos) esperpéntico episodio que ya permanecerá para siempre oscuro. Hice lo que hice impulsado por mi conciencia y sólo mi pueblo podrá juzgarme por eso que hice. Ética privada y plebiscito público. Refugios que otorgan -eso es al menos lo que buscan quienes a ellos recurren- patente de corso. Refugios que liberan de dar explicaciones, de someterse al juicio de nuestros conciudadanos, de aclarar nuestras intenciones y de asumir las consecuencias de nuestros actos.

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