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Los seres incompletos

Gustavo Martín Garzo

La declaración del año que acaba de terminar como Año Europeo de la Discapacidad ha querido llamar la atención sobre tantos seres humanos que padecen en el mundo algún tipo de disminución psíquica o física. El diccionario de la RAE define la discapacidad como una minusvalía. Es, pues, un término que remite a la existencia de una normalidad, que, no lo olvidemos, es un concepto estadístico. Todos estamos de acuerdo en que un ciego, al no poder regir su conducta por un sentido tan esencial como la vista, está en inferioridad de condiciones respecto a los hombres que sí pueden hacerlo, pero ¿esto supone que sea menos valioso? (es eso lo que significa minusválido: privado de una parte de su valor). Aún más, ¿qué es ser normal, un hombre normal? Bien mirado, lo normal es que no sepamos quiénes somos, que siempre estemos haciéndonos. Lo que nos define como hombres, en definitiva, no es tanto lo que tenemos, sino el proceso por el que podemos llegar a transformarnos en otra cosa. No lo que somos, sino lo que deberíamos ser. Por eso en los cuentos, al contrario que en la vida ordinaria, las carencias o disminuciones físicas no siempre significan algo negativo. En La sirenita de Andersen, por ejemplo, la pérdida de voz o los problemas de locomoción de su protagonista no son percibidos por sus lectores como una tara, sino como un signo de la excelencia de esa criatura que, abandonando su reino de las profundidades marinas, y movida por la fuerza del amor, busca transformarse en una muchacha. Es decir, en alguien que debe renunciar a su canto de sirena precisamente para poder hablar y tener un alma inmortal, como si las palabras tuvieran que surgir precisamente de esa renuncia a la embriaguez del canto. Es de ese constante estar haciéndonos, propio de la condición humana, del que hablan todos los cuentos que existen, cuya misión no sería tanto dar cuenta, a la manera de la religión o la estadística, de una única verdad como hacer posible que cada uno pueda contar su propia verdad a los otros.

Vivimos bajo el imperio de la autosatisfacción. El desarrollo económico y tecnológico ha hecho que el hombre occidental vea a los hombres de otros tiempos y culturas con una sonrisa de conmiseración y superioridad. Somos más poderosos, pero, ¿de verdad somos mejores? Gozamos de un bienestar muy superior al de nuestros padres y abuelos, pero ¿somos más sabios que ellos? Los bosquimanos crearon las historias más hermosas que se han contado nunca y vivían, sin embargo, en un mundo de dolorosa escasez. Un pueblo que, según nuestro punto de vista de hombres desarrollados, vivía en las condiciones más penosas era capaz, sin embargo, no sólo de expresar en sus cuentos las cosas más conmovedoras, sino de dar cuenta de los misterios y zozobras del existir humano con una fuerza poética y una precisión que ya quisieran para sí gran parte de nuestros poetas o nuestros hombres de ciencia. Hemos mejorado tecnológicamente y formulado las leyes inmutables que rigen el mundo físico, pero me temo que no hemos avanzado gran cosa en el conocimiento de esa entidad inaprensible que los antiguos llamaron alma. Por eso es importante la literatura. La búsqueda de los cuentos es la de un conocimiento no racional, que tiene que ver con la sabiduría: un conocimiento capaz de iluminar el mundo. Los personajes de los cuentos nos conmueven y nos obligan a estar pendientes de cada una de sus palabras y acciones porque es como si llevaran en sus manos una pequeña lámpara. Su luz es una luz delicada e íntima que se opone al deslumbramiento de tantas supuestas verdades. No es una luz que se asocie al poder, sino a la debilidad. Tal vez por eso los cuentos están llenos de personajes que hoy llamaríamos discapacitados o minusválidos. La sirenita debe perder su voz, y camina torpemente, como si el suelo estuviera lleno de puñales, para conseguir lo que anhela; la bella durmiente vive sumida en un sueño eterno del que nada parece capaz de despertarla, en Los cisnes salvajes, uno de los príncipes se verá obligado a vivir con un ala de cisne en lugar de uno de sus brazos, y en los cuentos infantiles abundan los niños y niñas que han perdido los brazos o las manos, o que no pueden hablar o ver. No están completos, pero están vivos. Aún más, puede que el verdadero mensaje de los cuentos sea precisamente que estar vivo es estar incompleto.

Estos personajes no son distintos a nosotros, pues todos buscamos algo que no tenemos. Para eso hablamos, para poder completarnos. El amor, por ejemplo, ¿qué es sino la búsqueda de eso que nos falta? Las culturas antiguas creían que los anormales o los seres deformes estaban dotados como los chamanes de poderes extraordinarios. La mutilación, la anormalidad, el destino trágico, como ha escrito Juan Eduardo Cirlot, constituían el pago y el signo de la excelencia en ciertas dotes, por ejemplo: la facultad poética. Homero, el poeta por excelencia, era ciego. Al contrario que en el mundo de la psicología, donde la cualidad excedente no es sino la compensación o sublimación de una deficiencia original, en el mundo de los cuentos la falta nombra el lugar de la apertura hacia el otro. En Los cisnes salvajes, la presencia del ala de cisne implica una deformidad, pero también es un signo de excepcionalidad positiva, de su vinculación con el mundo más vasto de la naturaleza, donde es dueño de facultades desconocidas para los demás. Adorno dijo que la verdadera pregunta, la que funda la filosofía, no es la pregunta por lo que tenemos, sino por lo que nos falta. Y a nuestro mundo le faltan muchas cosas. No es malo reconocerlo, pues el lugar de la falta es donde se plantea la pregunta sobre si podríamos ser de otra manera. Desde ese punto de vista todos somos discapacitados, pues vivir, al menos humanamente, es sentir el peso trágico de tantas carencias.

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Hay muchas razones para sentirnos orgullosos de nuestro mundo, pero no las hay menos para reprobarlo. Por ejemplo, nuestros niños sanos y bien alimentados, ¿tendrán recuerdos? Los niños de antes sabían lo que era una fuente, un nido, conocían los animales y recibían con ojos de asombro el cambio de las estaciones. La técnica ha simplificado extraordinariamente nuestra vida, permitiéndonos alcanzar un grado de bienestar impensable hace sólo unos años. El niño de nuestros países desarrollados tiene una casa cómoda, asiste a la escuela y tiene una multitud de entretenimientos que hacen más grata y fácil su vida. Pero los dibujos animados no pueden sustituir el temblor de un gatito y, tal como supo ver la delicada Marlen Haushofer, puede que su mundo sea mucho más pobre que el de los niños que aun viviendo en países subdesarrollados poseen la experiencia de ese temblor. En ese sentido, todos los recién nacidos son como pequeños discapacitados, ya que nacen incompletos, y basta con compararles con otras crías del reino animal para saber hasta qué punto esto es así. Aún más, su belleza surge precisamente de esa inmadurez con la que llegan al mundo. Un niño que no puede andar, un niño ciego o sordo presentan un evidente déficit en relación a las facultades propias de los niños normales, pero en lo esencial no son distintos a ellos. Todos quieren vivir, todos se sienten insatisfechos e incompletos, todos tiemblan sin saber la razón, pues eso es la vida, el temblor de lo desconocido.

Gustavo Martín Garzo es escritor.

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