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Tribuna:DEBATE | Los debates electorales en España
Tribuna
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¿Información o propaganda?

Seguramente, los españoles no presenciaremos durante la campaña de las próximas elecciones generales un duelo televisado entre Zapatero y Rajoy y, de nuevo, el monólogo se impondrá al diálogo, la propaganda al debate. A estas alturas de los tiempos, no resulta ya exagerado afirmar que la ausencia de dichos debates constituye un auténtico fraude electoral o, cuanto menos, defrauda escandalosamente las pretensiones legítimas de los españoles por ver confrontados a los líderes de los principales partidos y obtener una cabal impresión que les permita conformar su opinión y voto con verdadera libertad.

El PSOE ha propuesto una reforma de la legislación electoral dirigida a imponer la obligación legal de celebración de dichos debates en TVE para los candidatos de los partidos políticos con una representación superior al 10%. El PP se opondrá a esta propuesta creyendo que perjudica sus intereses electorales. Durante nuestra reciente historia electoral no hubo debates electorales hasta que se anunciaron unas elecciones abiertas, de incierto resultado para la mayoría gobernante, que posibilitaron los debates entre Aznar y González en 1993. Desafortunadamente para el PSOE, la abultada victoria del PP augurada en 1996 aconsejó a sus dirigentes evitar riesgos innecesarios negándose a reeditar los debates entre González y Aznar -"Nos ha faltado una semana... o un debate", concluía Felipe González en la noche electoral del 3 de marzo de 1996, para superar la escasa diferencia de votos que separaron al PP del PSOE (1,16%, apenas trescientos mil votos)-.

Al legislador corresponde estimular e incentivar la celebración de debates electorales
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El ventajismo que inspira la negativa del PP a celebrar debates electorales contrasta con dicha práctica en la mayoría de las democracias contemporáneas y aconseja una reforma legal. La legislación vigente regula la propaganda electoral de forma absolutamente desfasada con su entidad actual. La celebración de un ingente número de actos públicos o la inundación de espacios públicos con carteles, pancartas o banderolas únicamente satisfacen las necesidades emotivas de los afiliados, pero sus efectos en el comportamiento electoral de los ciudadanos son inocuos (y los gastos exorbitantes). La propaganda partidista goza de escasa credibilidad ante los electores que presumen un alto grado de enmascaramiento, manipulación o embellecimiento. Por el contrario, la información electoral goza de mayor capacidad de influencia en tanto se presume su imparcialidad, objetividad y veracidad.

Por ello, provoca perplejidad la falta de regulación de la información electoral (mera prescripción del respeto al pluralismo político y social y de la neutralidad informativa) que ha impedido la celebración de debates ante la ausencia de consenso. La trascendencia de las elecciones obliga a un tratamiento normativo singular de la información que garantice debates electorales televisados dando cumplimiento al art. 20.3 CE, esto es, garantizando el acceso a los medios de comunicación social de carácter público a los grupos políticos significativos.

A la propuesta del PSOE se le intentará oponer dos argumentos: la quiebra de la igualdad de trato entre los candidatos y de la libertad de armas de los contendientes. El Tribunal Supremo ya zanjó la primera cuestión al resolver el recurso de Izquierda Unida contra los debates de 1993 proclamando que la igualdad de trato informativo durante las elecciones no puede concebirse en un sentido mecánico, sino como proporcionalidad, esto es, atendiendo a la representatividad adquirida en anteriores contiendas electorales. La pretensión de un partido para participar en un debate con otros dos líderes con mayor representación parlamentaria constituye un exceso al intentar imponer un determinado formato informativo. Los principios de igualdad, pluralismo y neutralidad informativa quedan garantizados tanto mediante debates bilaterales como plurilaterales, no pudiendo impedirse la celebración de debates electorales televisivos siempre que, respetando el principio de proporcionalidad, se conceda, de la mejor forma posible, a las demás formaciones similar posibilidad (STS de 13 de febrero de 1996). Frente a los escasos ejemplos de igualitarismo electoral mecánico, la práctica totalidad de los regímenes democráticos establecen un trato igual entre todos los partidos sobre la base de la representatividad social y política. Los debates electorales -y de forma abrumadora cuando son protagonizados por los candidatos a la Presidencia del Gobierno de la Nación con opciones verosímiles de victoria- persiguen satisfacer el muy particular interés informativo de los electores que se vería devaluado y defraudado con la presencia de terceros con remotas posibilidades de victoria.

No obstante, el principal problema que la verificación real de una modalidad de campaña dialogada, confrontada y no meramente propagandística radica en la libertad de los contendientes en la elección de los mecanismos de captación de votos. Afirmaba la referida STS que, a falta de regulación, ningún partido tiene la obligación de participar en un debate electoral y que el desaprovechamiento por parte de los partidos de la oferta de participación en un debate, siguiendo su propia táctica electoral, sólo adquiere relevancia política y no jurídica. Pero si la verdadera formación de una opinión pública libre se alcanza mediante la dialéctica de confrontar posiciones, al legislador corresponde estimular e incentivar la celebración de debates. La imposición legal de su celebración constituye el máximo compromiso exigible de los poderes públicos, pero no basta: deberían preverse sanciones a su incumplimiento (como sucede con la legislación francesa garante de la paridad electoral, reduciendo sustancialmente las subvenciones electorales a los transgresores de dicha norma). Una decisión legislativa que fomente el interés ciudadano en el proceso electoral e incremente su capacidad de elección no sólo resultará irreprochable, sino que concretará los principios electorales inherentes a un régimen constitucional democrático.

Artemi Rallo Lombarte es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Jaume I de Castellón y autor de Pluralismo informativo y Constitución.

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