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Reportaje:AMOR Y AUTODESTRUCCIÓN | REPORTAJE

El bien primordial

Así como la dicha del enamoramiento tiene que ver ante todo con el gran aflujo de autoestima, los celos se refieren al vaivén de nuestra consideración. Siempre, en el centro del amor se encuentra el amor propio, sin el cual es tan difícil querer como ser bien querido. De esta manera, los celos comportan nada más aparecer una merma de nuestro valor y nuestra capacidad de disfrute amoroso. Se presentan como un nebuloso acecho a nuestro aprecio y una celada contra el bien primordial que es la presencia del yo.

Los hermanos sienten celos del hermano que les sustrae la atención nutritiva del padre o de la madre; el amante siente celos de la amada que en momentos de máxima exclusividad distingue también a otro. A alguien, de otra parte, que posee el valor suficiente, también ante nuestros ojos, como para poder disputarnos la preeminencia, el favoritismo o el dominio pleno de la relación. En las uniones de carácter romántico todavía impera con gran fuerza el impulso de posesión, pero siempre poseerá al otro en la medida en que aquél se lo autoriza. ¿Se lo autoriza integralmente? La entrega total se hace corresponder con el amor total, y a la persona que se quiere apasionadamente le reconocemos la potestad de conceder categoría a las personas que distingue como predilectos. ¿Somos nosotros esa pieza suprema que cotiza ante sus ojos? ¿Se encuentra nuestra estimación a un nivel superior al de otros desplegados ante esa alta fuente de discernimiento? Los celos (o la jalousie) aluden directamente a la celosía a través de la que vigilamos con inquietud las fluctuaciones del aprecio que recibimos. Y son también los celos, una vez detectados, como fisuras que flaquean la consistencia de nuestra afirmación. Los celos en sí mismos nos debilitan. Fundados o no, el sufrimiento de los celos opera como un degradante que de inmediato concede ventaja al rival. Porque aquí, como en el caso de la envidia, al sentir celos de alguien certificamos su importancia ante nuestros ojos; si este intruso es capaz de desviar la atención de la fuente de valor hacia sí mismo, es prueba de su atracción. ¿Qué será, en consecuencia, de nosotros? Que la luz se intensifique en una línea de comunicación ajena provoca que nuestra presencia, a la vez, se enturbie. ¿Cómo resistir, por tanto, ese simulacro de enfermedad o denegación? ¿Cómo seguir resistiendo en la mediocridad de la nueva penumbra cuando se ha probado, real o imaginariamente, la eminencia del elegido? Los celos nos destruyen tanto como nos inducen a la mayor destrucción. El juego de los espejos en que se dirime nuestra distinción personal nos traiciona y, a partir de aquí, nos revolvemos para romperlos en pedazos. Romper la crisma al maldito extranjero que se cruza, pero también la luz del amado ingrato. Pero, sobre todo, hay que romperse definitivamente a sí mismo para no sufrir, y así no hay desenlace más consecuente con esta inclemencia que el suicidio. Porque frente a la laceración de continuar existiendo demediado, la opción de recuperar la entereza en la homogénea totalidad de la muerte. La muerte como valor extremo, el grado máximo de la cotización personal una vez que la singularidad, la opción del amor propio, llega a ser refutada.

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Otelo, en los suburbios

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