El miedo
Una psicosis antiterrorista recorre el mundo. Analistas como Alvin y Heidi Toffler habían teorizado sobre las guerras del futuro; hace ya 30 años que Frederick Forsyth noveló el terrorismo atómico en Nueva York y los gases de guerra eran una salvajada en uso desde 1915. Sin embargo, la oleada de terror se desencadenó tras el atentado contra el World Trade Center. Un terror impulsado oficialmente mientras millones de personas estaban estupefactas por las imágenes de los rascacielos en llamas.
El integrismo religioso siempre ha manipulado la idea de la proximidad del fin del mundo, un recurso maravilloso para captar las voluntades y propiciar la piedad colectiva. La peste negra del siglo XIV, que pareció terminar con la humanidad, dotó a la Iglesia de su mayor arsenal de devociones, advocaciones y cánticos piadosos.
El atentado contra las Torres Gemelas constituyó el avance televisado de un apocalipsis que parecía a la vuelta de la esquina. El integrismo político aprovechó la oportunidad inmediatamente. Anunció que el mundo estaba amenazado por terroristas islámicos, dotados de armas de destrucción masiva, y ofreció su paraguas protector. Los centros espirituales y los lugares simbólicos de nuestra civilización estaban en peligro y se advirtió que los terroristas amenazaban el Vaticano, el Parlamento de Londres y el Museo del Louvre. Desconozco si también Disneyworld fue incluido en la lista.
Las grandes organizaciones políticas o religiosas no pueden sobrevivir sin enemigos. La imagen de Satanás, con sus cuernos y rabo, ha servido para aterrorizar pecadores durante dos mil años. En cambio, la Unión Soviética apenas duró setenta y su desaparición creó un vacío de seguridad que podía llenar el terrorismo islámico. Si sustituía al comunismo como enemigo universal, justificaría la existencia de un gran poder militar destinado a controlarlo.
No obstante, fracasaron los intentos de organizar una alianza militar antiterrorista. Muchos gobiernos sólo estaban dispuestos a luchar contra los terroristas con métodos legislativos, judiciales y policiales.
Era natural, porque el terrorismo no es la guerra. La guerra pretende destruir al ejército enemigo, dominar el territorio y, paralelamente, someter a la población. En cambio, el terrorismo, por si solo, ni destruye ejércitos ni conquista territorios ni domina poblaciones. Desgasta y desmoraliza, pero no derrota ni conquista. Para hacerlo, debería pasar a mayores y organizar una guerra de guerrillas o un ejército convencional. Empresa mucho más difícil que poner una bomba, asesinar de un tiro o estrellar un avión contra un rascacielos. El mismo Mao, cuando incluyó el terrorismo en la panoplia de la guerra subversiva, le asignó un papel auxiliar de las guerrillas y del ejército revolucionario. El más poderoso movimiento terrorista es siempre mucho más débil que sus adversarios y su empeño puede compararse al de una avispa luchando contra un gran cuadrúpedo: será capaz de inquietar y de molestar, pero nunca logrará la victoria.
Tampoco se puede asignar al terrorismo el papel de diablo universal que tuvo el comunismo, porque no es una ideología, sino un método, que consiste en introducir unas dosis de salvajismo en la lucha política, independientemente de cuáles sean los objetivos finales. Así, han existido terroristas en el abanico completo, desde el anarquismo hasta el fascismo, sin excluir movimientos tan centrífugos como los antiabortistas norteamericanos.
Fracasó la alianza militar antiterrorista, pero el atentado de Nueva York ha tenido el efecto secundario de refrescar la utilidad política del miedo. Sobre todo, cuando se sabe convertirlo en patriotismo. Desde septiembre de 2001, el Gobierno de Bush, en vez de cumplir su deber de tranquilizar a sus ciudadanos, los atemoriza periódicamente con advertencias sobre nuevos ataques terroristas y ofrece su paraguas protector a los desconcertados votantes, convencidos de que la patria está en peligro. El país de la primera Constitución, de la libertad de expresión, de la lucha por los derechos civiles y por el feminismo, está hoy bajo la coacción del terror oficial, en pleno estado de excepción psicológico.
Como era de esperar, nuestro Gobierno se ha puesto rápidamente a la moda y ha montado su propio túnel del miedo. Después de utilizar durante años los réditos del terrorismo vasco, Aznar y su equipo han manipulado un miedo distinto, a fin de que la gente entregue sus votos al único partido que se dice capaz de defender a España.
No es grave que las familias no lleguen a final de mes, los servicios públicos se deterioren, los jóvenes carezcan de vivienda, los empleos sean precarios, los delitos de sangre alcancen un nivel desconocido y estemos aislados en Europa. Lo grave es que España se desune y que los enemigos preparan sus escalas para lanzarse al asalto de las murallas.
Ya lo sabían los romanos; cuando Roma peligraba, se olvidaban las diferencias internas. Al anunciarse el peligro, los ciudadanos se integraban en las legiones y obedecían las órdenes. También ahora nos dicen que la Urbe está amenazada por los bárbaros, no importa cómo se llamen: Bin Laden, Noam Chomsky, Hilary Clinton, Zapatero, Maragall o Carod Rovira. Al fin y al cabo, todos son iguales.
Es muy antiguo este razonamiento de la España en peligro. Recuerda algunos textos parlamentarios de los años treinta, cuando el parafascista José Calvo Sotelo lanzaba su particular campaña de terrores, manipulando imágenes sobre "la columna vertebral de la Patria". Ahora nos dicen que peligra el "esqueleto del Estado". Desconozco si se refieren a los mismos huesos. Pero ambos discursos me suenan parecidos.
Gabriel Cardona es historiador.
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