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Columna
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Caracola

UN RUDIMENTARIO pintor callejero, que macula con sus tizas de colores el empedrado de una acera urbana; el célebre Arcimboldo, que componía un retrato con frutos y hortalizas, y hasta un escultor contemporáneo, Yamulis Jalepás, le sirven, junto a otros signos y acontecimientos de muy diversa índole, al escritor griego Zanasis Jatsópulos (Aliveri, Eubea, 1961), para definir la poesía, proyecto sin fin. Lo hace en su libro Verbos para la rosa. Esbozo de poética (Miguel Gómez Ediciones), donde reúne un conjunto de heteróclitos apuntes, que dan pábulo a ese sutil tamiz verbal, de transparencia invisible, pero sin cuya refulgencia nuestra existencia sería como un ciego afanarse carente de perspectiva. El anónimo artista tirado por los suelos es el que hace un guiño visual al abrumado viandante, entregándole al momento con la tiza la eternidad que ha atrapado. Las apariencias fingidas del fantástico Arcimboldo rememoran, por su parte, la actitud poética de aproximar el parecer al ser y el ser al parecer, mientras que, en fin, la recuperación de la cordura y del trabajo creativo por parte del enloquecido Jalepás, tras enterarse de la muerte de su madre, nos lleva a pensar "como si el duelo, dador de vida una vez más, fuera una luz que lo hubiera devuelto a la corriente de la vida y la creación, indicando el silencioso cauce de las cosas y sus incisiones...".

Poeta de la poesía, como describió Heidegger a Hölderlin, Jatsópulos va introduciendo, en cada uno de sus brillante sketches, las miríadas de puntos luminosos que configuran el manto poético de la vida humana, sin olvidar la infinita prole de anónimos vates que, sin saberlo, dan un resplandor lírico a la realidad, quizá porque en la silenciosa aceptación de la propia nadería se origina y arranca el mejor poema. En uno de sus apuntes, "Los desperdicios que traen las olas, oro", Jatsópulos nos recuerda que "lo fatalmente perdido sostiene a todo lo vivo que se mantiene a flote. En su alquimia todos los elementos encuentran su lugar en una fórmula que no existe, en un plan que no se deja ver. Lo superfluo y lo inútil están igualmente presentes, como los desperdicios -que la tierra engulle para fortalecerse-, un invisible tesoro colectivo".

De esta manera, la hermosa fatalidad de lo poético cobra su mejor expresión metafórica en esa caracola, que necesita vaciarse "para que en sus desoladas entrañas se escuche la canción del fuego y del viento, el murmullo del mar sobre las olas". Lo que allí resuena es la canción del ser, cuya ausencia es transportada por el ondulante viento. Jatsópulos entonces nos dice, casi en un susurro: "Un barco fantasma atraviesa silbando su espacio vacío. Anunciando su llegada a los oídos que escuchan. La vida que ya no está allí canta como si estuviera, como no cantó nunca cuando en realidad estaba allí y callaba. En la caracola vacía el viento interpreta y escucha la canción de su tribu. Canción de la ausencia y de la vida pasada". He aquí la revelación poética de la caracola.

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