El frenesí pictórico de Masson
André Masson (Balagny, 1896-París, 1987) fue no sólo una importante figura en el arte del siglo XX, sino que tuvo también una fuerte relación con nuestro país, donde residió el par de años cruciales que van de 1934 a 1936, convirtiéndose tras el estallido de la Guerra Civil en un testimonio apasionado y constante de la tragedia española por sí misma y por lo que tuvo de preludio del horror generalizado posterior en todo el mundo. Con el comisariado de Josefina Alix, especialista en la vanguardia histórica española, la muestra que se abre esta semana en el Museo Reina Sofía de Madrid, ha reunido un copioso y representativo conjunto de cuadros de Masson, que suman 130 y que reflejan toda la dilatada trayectoria de este artista, desde comienzos de los años veinte hasta fines de los sesenta. Huelga decir que una selección tan importante se ha podido hacer a través de múltiples préstamos internacionales, públicos y privados, además de contar con las pocas obras que son propiedad de unos pocos museos españoles.
De ascendencia campesina, la formación artística de Masson tuvo como escenarios consecutivos las escuelas de Bellas Artes de Bruselas y de París, pero su carrera quedó rápida y traumáticamente truncada por el estallido de la Primera Guerra Mundial, en la que fue movilizado y herido de gravedad, dejándole esta brutal experiencia una huella indeleble. Al restablecerse la paz, Masson se instaló el año 1922 en París, conociendo, primero, a Juan Gris, Derain, al galerista Kahnweiler y al poeta Max Jacob, para después, en 1923, formar parte del grupo de artistas y escritores de la Rue Blomet, venero del incipiente surrealismo, en cuyas filas tuvo una primera y privilegiada intervención plástica, junto a Miró y Ernst. Dominada esta primera etapa del surrealismo por la escritura automática, que pareció hacer inviable la práctica artística que materialmente ralentizaba el flujo espontáneo, Masson supo encontrar el equivalente plástico de un brioso dibujo de impulso incontrolado, que, además, pronto, explotó el sentido telúrico y las ricas fuentes de la mitología ancestral. Dotado de una personalidad ardiente y de una fiera independencia de carácter, Masson chocó con las exigencias de Breton y rompió, en 1927, con el grupo surrealista, aunque no con las ideas y los impulsos matriciales del movimiento.
En este sentido, si la obra de entreguerras de Masson fue de un interés y contundencia impresionantes, su etapa de exilio americano, durante la ocupación alemana de Francia en la Segunda Guerra Mundial, tuvo una influencia decisiva en la gestación del expresionismo abstracto de la Escuela de Nueva York, al que marcó no sólo por su vibrante automatismo, sino por su talento escenográfico para abordar los grandes formatos, que había cultivado siempre, tanto por su talento para la decoración mural como por su abundantísima práctica figurinista en el teatro dramático y musical. Esto último nos remite también a la profunda inquietud intelectual de este formidable pintor, que supo involucrarse de lleno en los graves problemas de la conflictiva época en que vivió, de lo cual nos dejó, además del puramente plástico, un valioso testimonio literario, luego reunido en su libro El placer de pintar.
En la presente muestra del
MNCARS se ha querido recoger toda esta riqueza de facetas y experiencias de Masson a través de media docena de apartados, que dan cuenta sucesivamente de todas sus etapas, incluida la última tras su definitivo retorno a Francia en 1945, pero haciendo asimismo hincapié, como es lógico, en su estrecha relación con España y en su legado literario y teórico. De esta manera, podemos apreciar la evolución completa de su arte, que conjuga un potente sentido telúrico y una febril inmersión en los caladeros mitológicos de la psicología profunda con un vibrante sentido gestual, pleno de fuego expresionista. Precoz víctima de la violencia, Masson hizo de su representación exaltada una mística y un conjuro, logrando así plasmar el sentido orgiástico del desorden con el dinamismo y la sensualidad del romántico Delacroix, pero aportando también esa llama negra erótica que habita en los sacrificios rituales de las culturas primitivas, que fascinaron simultáneamente a otros heterodoxos del surrealismo, como Bataille. Durante su alargada última etapa en la Provenza, Masson transfiguró esa energía salvaje en paisajes cada vez más dotados de un sentido oriental, porque no en balde en ese hondo arte caligráfico están también combinados la fuerza primaria de la naturaleza con un extremo refinamiento, ese paso misterioso que hace de la liberación de lo instintivo el aéreo salto de una danza embriagadora. Por todo ello, estoy convencido de que una tan completa retrospectiva de Masson, como la que ahora se nos presenta, pondrá de manifiesto no sólo la potencia movilizadora de su arte, que intimida y arrastra, sino su crucial significación en el desarrollo de la mejor pintura del siglo XX.
André Masson (1896-1987). Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Santa Isabel, 52. Madrid. Del 29 de enero al 19 de abril.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.