La magia de la perfección
Afirmaba Sergiu Celibidache que, a su juicio, Mozart y Ravel eran los compositores más perfectos. Yo no tendría inconveniente en escribir que Christian Zacharias figura entre los grandes de la perfección que escucharse puedan, pero no extrañará nada tal juicio sobre quien puede abordar la integral de las sonatas de Schubert, las sonatas o ejercicios de Scarlatti, el pianismo de Mozart, Chopin, Debussy o, en el campo de la música de cámara, los tríos de Beethoven, Brahms o Webern en compañía del violinista Zimmermann y el violonchelista Schiff, repertorio que el ciclo de grandes pianistas ha tenido el buen acuerdo de ofrecer, año tras año.
Para muchos, Zacharias es un lógico antes que un mágico, pero me permito insinuar, ¿cabe más alta magia que la de la perfección a la que accedieron Mozart y Ravel, "el mágico prodigioso" para Manuel de Falla? Zacharias hace fantasía desde la misma creación de un sonido neto y fascinante en sus matices dinámicos, pero también puede transmitirnos la trascendencia de la Sonata nº 14 en do menor, de Wolfgang Amadeus, o llevarnos en ánimo suspenso por los meandros vieneses de los Valses nobles y sentimentales de 1910.
Ciclo de Grandes Intérpretes
C. Zacharias, pianista. Obras de W. A. Mozart y M. Ravel. Auditorio Nacional. (Scherzo-EL PAÍS). Madrid, 19 de enero.
Luego, Zacharias -que había expuesto con primores fuera de lo común la Sonatina- explicó la temprana Pavana para una infanta difunta, con gravedad y líneas velazqueñas, y Juegos de agua, ambas estrenadas en 1902 por Ricardo Viñes. Quizá buscó el gran pianista de hoy el contraste estilístico y conceptual para hacernos llegar tan distintos mensajes avecindados respectivamente a Gabriel Fauré y a Claudio Debussy no sólo en toda su pureza, sino también en algo mucho más difícil de conseguir: su aparente naturalidad. Que así es la sustancialidad radical del arte de Christian Zacharias.
Un público entregado reclamó y obtuvo las consiguientes propinas, pero sobre todo mereció como siempre una crecida dosis de gratitud. Bien merecida por la viva y concentrada emoción del estupendo programa y también por el Scarlatti añadido, verdaderamente insuperable.
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