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LECTURA

El retorno del odio

Juan Luis Cebrián

En mis años tempranos como periodista, me producían hilaridad los nombres de aquellos diarios que, en medio del fervor revolucionario o modernista de las primeras décadas del siglo, incorporaban la impaciencia a sus cabeceras, o los conceptos de inmediatez y vecindad. Ahora, Ya, Amanecer, La Aurora, Avanti, Arriba y tantos otros títulos, parecían querer, con sus sonidos, involucrar al lector en un entorno más propicio a la acción que a la reflexión, empujarle a un impulso determinado antes que a una actitud de duda o de meditación. Sin embargo, tras acontecimientos recientes que convulsionaron a la opinión pública española (la invasión de Irak, el desastre del Prestige), después de las vicisitudes electorales de Madrid o Cataluña y de la inverosímil peripecia del plan Ibarretxe, son muchos los ciudadanos que se preguntan en alta voz: ¿y ahora qué?, subrayando ese ahora como el momento preciso en el que es necesario tomar decisiones.

Esta entronización del mando como objetivo supremo de la lucha política ha dado paso a la crispación, que nos acompaña desde hace ya demasiado tiempo, y que también puede denominarse como el retorno del odio
El retorno del odio no se debe a una casualidad, sino a una estrategia determinada, a una manera de hacer política, o periodismo, o lo que sea, en la que ha predominado el "todo vale"

Partamos de la base de que el ahora existe, de que podemos ofrecer una fotografía o una serie de ellas, muy de actualidad, sobre el momento de nuestra realidad social, para especular acerca del futuro a partir de las mismas. Éste es un juego perverso y discutible. El ahora es, como su propio nombre indica, coyuntural, no sólo en el tiempo, también en la distancia. El ahora de aquí no es el mismo del de más allá, aunque no tiene que ser tampoco enteramente diferente. Algunos agentes de la política española piensan que, un cuarto de siglo después de la aprobación de la Constitución, terminado prácticamente el desarrollo legislativo que de ella emanaba, el momento actual sería un paréntesis, un tiempo de espera, cara al devenir inmediato, que debería estar marcado por reformas constitucionales o estatutarias. Las propuestas del lehendakari y de los líderes catalanistas así lo sugieren. Nos encontramos en una instancia parecida a la descrita por Toynbee cuando señala que el crecimiento de las civilizaciones es fruto no sólo del impulso exterior a su cultura, sino del que procede de su mismo seno: "El crecimiento significa que la personalidad o la civilización en crecimiento tienden a convertirse en su propio contorno y en su propia incitación y en su propio campo de acción. En otras palabras, el criterio del crecimiento es el progreso hacia la autodeterminación; y el progreso hacia la autodeterminación es una forma prosaica de describir el milagro por el cual la Vida entra en su Reino". Se aborda, así, el concepto de autodeterminación desde una perspectiva interesante, bien diferente a la que estamos habituados.

Hay quien supone que, si hemos completado el ciclo constitucional y estatutario -como tantas veces se ha declarado ya por tirios y troyanos, con entusiasmo, con escepticismo o con lástima-, ha llegado el momento de emprender una nueva etapa política, de seguir avanzando al hilo no de las presiones o incitaciones exteriores, sino de las demandas que nacen de la propia dinámica que en su día pusimos en marcha. La Constitución española de 1978 fue el resultado concreto de un momento histórico definido por el fin de la dictadura y la restauración de la monarquía parlamentaria. Finiquitado ese periodo, merece la pena estudiar y promover los cambios que se deriven de una nueva situación en la que el régimen parece consolidado. Desde ese punto de vista, la impaciencia del "¿ahora qué?" vendría justificada por una especie de inanidad, de ausencia de respuestas cara al futuro, si no se cambian las coordenadas del presente y se transforman las leyes que nos han permitido alcanzar el actual estadio, pero nos impiden abordar cotas superiores. Éste es, desde luego, uno de los ahoras posibles, una forma peculiar de contemplar la realidad española, prioritaria para los movimientos o los partidos nacionalistas, o para todos aquellos que entienden que la Constitución no se puede petrificar, inmovilizar, si no es con grave daño del proyecto político que ellos impulsan. Su reclamo es parecido al de los colectivos vascos que, preocupados por el enquistamiento de la violencia en su sociedad, buscan una lectura diferente del mandato constitucional a fin de escrutar posibles salidas a la situación de Euskadi sin necesidad de abordar reformas constitucionales, improbables y difíciles de ser aceptadas, dados los requisitos formales que la propia ley prevé para ello.

El ahora del que yo parto no se halla matizado por la implementación, más o menos correcta, del texto constitucional, ni por la suposición de que hemos coronado una etapa histórica en su aplicación. Es, más bien, el reflejo de una situación política en la que la práctica del poder se impone sobre sus definiciones jurídicas e impregna el ambiente de tal manera que nadie puede sustraerse a su influencia. Esta entronización del mando como objetivo supremo de la lucha política ha dado paso a la crispación, que nos acompaña desde hace ya demasiado tiempo, y que también puede denominarse como el retorno del odio, que se ha enseñoreado de las relaciones entre españoles. Un odio agitado desde las tribunas políticas, coreado por los medios de comunicación e inoculado, de forma persistente e irresponsable, en un cuerpo social cada día más fragmentado y dividido, más decepcionado y desorientado por los que presumen de ser sus dirigentes.

La Constitución española es corolario de la reconciliación entre vencedores y vencidos de nuestra Guerra Civil, entre las dos Españas trágicas y tradicionales sobre las que se lamentara el poeta. Desde antes de la muerte del dictador, durante la década de los setenta, los españoles se esforzaron en ahuyentar el fantasma de la división, rechazaron cualquier tipo de revancha o aventurerismo políticos y se prepararon para la construcción pacífica de la democracia. Ya he dicho que esa actitud no era sólo fruto de un novedoso optimismo histórico de nuestros conciudadanos, sino del sentimiento de miedo extendido entre la población. Miedo y esperanza eran más que distinguibles en los comportamientos españoles de la temprana democracia. Miedo de la izquierda a una intervención violenta del Ejército que sofocara cualquier intento democratizador; miedo de la derecha a que se iniciara una etapa de petición de responsabilidades por los crímenes y corrupciones cometidos durante el franquismo; miedo, en fin, de la mayoría a que se emprendieran, de nuevo, las viejas querellas que durante siglos nos habían arrastrado a toda clase de guerras civiles y que habían culminado con el abominable pronunciamiento militar del Llano Amarillo. Pero también esperanza: la de conseguir un sistema de convivencia homologable al de los países de nuestro entorno; la de disfrutar de las mismas libertades e idénticos derechos que los de cualquier ciudadano de Europa; la que germinaba en los llamados pueblos periféricos, vascos y catalanes de forma connotada, de recuperar su autogobierno, el uso de sus lenguas autóctonas, y obtener el reconocimiento de sus peculiaridades y el respeto a sus propias instituciones. Sobre tales premisas se edificó el consenso constitucional, que fue muy atacado por los residuos de la España profunda, y que a punto estuvo de naufragar abruptamente en la noche del 23 de febrero de 1981.

Bucear en las hemerotecas

Fue entonces cuando comenzaron a menudear los reclamos de pureza que los fundamentalistas tanto gustan de hacer. No es cosa de bucear en las hemerotecas, pero nos quedaríamos asombrados de la cantidad de artículos y libros que se han publicado en los últimos años con el único objetivo de demostrar que nuestra democracia parlamentaria había desertado de sí misma, con la complicidad traidora de todo lo imaginable. La utilización electoralista de la existencia del GAL -neutralizado ya en 1986, y del que se podían encontrar abundantes precedentes durante la gobernación de UCD- y la atribución en exclusiva de la corrupción al Partido Socialista contribuyeron a caldear el ambiente hasta extremos insospechados. La democracia venía predicada en bocas de antiguos fascistas a los que, en palabras de Jorge Semprún, se les notaba todavía la huella de los correajes, y que vociferaban clamando por una pureza de la vida política que sólo ellos -decían- eran capaces de aportar. La campaña se montó sobre errores palpables del partido entonces en el Gobierno, y aprovechando la comisión de delitos que debían ser perseguidos y castigados con la máxima dureza. Pero, cuando los delitos no existían, se inventaban si era necesario, con tal de desprestigiar todo aquello que, de una u otra manera, coincidiera con los símbolos y los protagonistas de la Transición política.

No quiero avivar una polémica cuyo rescoldo sigue vivo -ha bastado ver la dialéctica empleada con ocasión de la crisis de la Asamblea de Madrid, en verano de 2003- sino para poner de relieve que el retorno del odio no se debe a una casualidad ni a una crónica desviación del comportamiento de los españoles, sino a una estrategia determinada, a una manera de hacer política, o periodismo, o lo que sea, en la que ha predominado el "todo vale": porque el fin, es decir la ocupación y mantenimiento del poder, justificaba los medios. Los intentos por someter a un proceso histórico a la izquierda española, atribuyéndole casi en exclusiva el crimen de Estado y la corrupción política, habrían resultado casi cómicos si no hubieran tenido efectos tan funestos. No se trata, en ningún caso, de negar los hechos ni de mirar hacia otro lado. Pero no hace falta haber leído muchos libros de historia para comprender que un empeño así, viniendo de donde venía, sólo podría volverse contra aquellos que lo impulsaban. El espíritu de rencor, de "vuelta de la tortilla", ha logrado avivar las dudas de algunos sectores progresistas, que estiman que el revanchismo de hogaño es la respuesta a la reconciliación de ayer, pues si la democracia hubiera pedido cuentas a los asesinos y ladrones, todavía impunes, de la dictadura, las cosas hubieran transcurrido de manera muy distinta. Yo también lo creo, aunque estimo que hubieran ido peor.

Espíritu de consenso

La instauración del odio como arma política es la principal responsabilidad de determinados portavoces del partido gobernante (tal vez conmovidos por el odio mayor que destilan las pistolas de los terroristas), o el de algunos nacionalistas intransigentes y ultramontanos, pero no podemos dejarnos arrastrar por la dialéctica que implica. Hay que recuperar el espíritu de consenso que hizo posible la reconciliación. Si no lo logramos, antes o después, acabaremos todos pagando las consecuencias, independientemente de quiénes sean sus causantes. La aritmética política evitó que el ambiente de enfrentamiento que alimentó, en una primera instancia, la subida al poder de la derecha se hiciera evidente, también, en sus relaciones con los movimientos nacionalistas moderados. La necesidad de contar con su apoyo para la investidura presidencial propició, más bien, que el poder central se rindiera, con facilidad y premura, a las demandas de algunos gobiernos periféricos que no dudaron en aprovechar el viaje. Al margen cualquier otra consideración, la participación, por activa o por pasiva, de Convergencia i Unió en el Gobierno del PP sirvió, cuando menos, para desfigurar las ínfulas autoritarias residenciadas en la Moncloa, para moderar la pasión por el mando y controlar el rencor de quienes, mientras no disfrutaron de la mayoría absoluta, no pudieron usarla como un cheque en blanco para hacer lo que les petara. Por lo demás, el PSOE estaba pidiendo a gritos ser relevado en el poder: bañado de escándalos, sin proyecto, sin cohesión y sin ganas, sus carencias exigían una alternativa que muchos estimaban podía encarnar con dignidad el Partido Popular. Desgraciadamente, los éxitos que éste ha cosechado en la política económica son tan evidentes como sus tendencias autoritarias en otras cuestiones. El ahora del que hablamos sería distinto, y no para bien, si los nacionalistas catalanes no hubieran contribuido durante los últimos años a moderar los proyectos y las leyes que fluían de Madrid. No obstante, nada de eso ha servido para dilucidar el futuro de la política autonómica o el carácter de nuestro Estado. Semejantes cuestiones pretendieron zanjarse, primero, con la chequera encima de la mesa, y luego con la dialéctica de los puños y la confrontación, antes que con la ideación política. Quizás tuviera que ser así, pero la conclusión es que la fragmentación española no es sólo apreciable en las relaciones entre los dos grandes partidos nacionales, sino también en la creciente confusión y falta de diálogo sincero entre periferia y centro.

Nada de lo que ha sucedido es comprensible si no se atiende al análisis de las postrimerías del Gobierno socialista y a las características feroces de la oposición que el PP practicó contra aquél. El fragor del combate contra Felipe González llevó a José María Aznar a cometer errores parejos a aquellos en los que incurrió su partido, cuando se llamaba Alianza Popular, con motivo del referéndum de la OTAN. Si entonces Manuel Fraga, ante el asombro generalizado de la internacional conservadora, negó su apoyo al Gobierno, poniendo en peligro -contra lo que él mismo había predicado- la integración de nuestro país en la Alianza Atlántica sólo por servir a querellas internas españolas, más tarde Aznar no dudó en expresar sus reticencias frente a la Unión Monetaria, al tiempo que criticaba acremente la política europea de los socialistas. Su ardor patriótico le había llevado a declarar, en septiembre de 1992, que resultaba imprescindible "salvaguardar la identidad de las naciones que componen Europa"; y proponía para ello que los estados nacionales rescataran competencias de manos de la Comisión. Esta actitud, que suponía una especie de europeísmo a la inversa, más preocupado por conservar "la esencia, la tradición, la cultura, y la singularidad de las naciones que integran el continente" que por contribuir a su futuro unitario, se hacía a los ojos del luego presidente del Gobierno todavía más necesaria en el caso de España, "que es una nación histórica". "Dicho todo esto creo que hay que dejar de vender burras ciegas", terminaba espetando a propósito de las propuestas europeístas de González. Más tarde, Aznar fue un converso al respecto, y ya se sabe que la fe, en estos casos, rebasa todo límite. Pero su caída del caballo se produjo como pronto en 1993 y, ya que no es probable que el rayo divino le iluminara igual que a San Pablo, resulta fácil apreciar las dificultades que sus dos equipos de Gobierno han tenido en sus relaciones con Europa. Ya se trate de la aceituna, los fondos estructurales, el descodificador digital, o el reparto de poderes, nuestros ministros conservadores nunca se aclaran del todo ante Bruselas. No es una casualidad, sino la consecuencia de una manera de pensar. Las secuelas de la invasión de Irak, el debilitamiento del proyecto europeo, la política errática de Italia y la sumisión británica y española a Estados Unidos harán todavía más complejo el problema, precisamente cuando se va a proceder a ampliar la Unión, que se va a ver sometida a fuertes tensiones internas, desconocidas hasta ahora.

Insisto en que debemos desconfiar de que el proceso europeo dé solución por sí mismo a los problemas domésticos de la vida española, y es preciso llamar de nuevo la atención sobre la crisis profunda por la que atraviesa el proyecto de unión del continente. Pero, desde el punto de vista de nuestra implicación en la política global, Europa sigue siendo la única respuesta posible, el único programa posible, el único proyecto posible. No sólo por un elemental cálculo de probabilidades, por un arqueo adecuado de nuestras potencialidades económicas o por el simple egoísmo de vernos incorporados al círculo de países en el que se disfruta, de forma más igualitaria, la mejor calidad de vida imaginable. También, y sobre todo, porque ante la crisis progresiva del Estado-nación, ante los fenómenos de globalización de todo género que nuestras sociedades experimentan, tenemos que decidirnos por nuevas formas jurídicas y políticas que regulen la convivencia de forma estable, en un marco adecuado a las necesidades del presente.

Las lagunas de nuestro ordenamiento constitucional, cuyo principal defecto es su impracticable anhelo de perfección, más vale colmarlas poniendo nuestras miras en el desarrollo de Europa, antes que pretender subsanarlas a base de retoques, transformaciones o enmiendas que pueden provocar hondas discrepancias entre españoles. Las reivindicaciones y dudas surgidas que de manera muy destacada enlazan con la manera de articular un Estado plurinacional, encontrarán mejor y más certera respuesta si somos capaces de superar la noción misma del Estado moderno -que se ha quedado muy antiguo- y descubrir sus inevitables y profundas mutaciones en el umbral del tercer milenio.

Continua expansión

Dicho Estado moderno, tal y como lo conocemos y como ha llegado hasta nosotros, es fruto de los esfuerzos tempranos de las monarquías absolutas, a partir de mediados del siglo XVI, por "negar -dice John Dunn- que cualquier población dada, cualquier pueblo, tuviera capacidad de actuar por sí mismo o el derecho de hacerlo, con independencia de su soberano o contra éste". No nace, pues, dicho Estado de la democracia y, en cierta medida, lo hizo contra ella, según Robespierre y Napoleón se encargarían de demostrar. Pero la democracia y Europa tienen algo en común, que es su cuna. El primer ejercicio de poder soberano por el pueblo, el demos, se dio en la ciudad-Estado de Atenas y a partir de ahí la experiencia se extendió, a veces azarosamente, a veces como un relámpago, hacia el Occidente. Europa, en la mitología helénica, era la hija del rey Agenor, raptada por Zeus, metamorfoseado en un toro blanco, y transportada a Creta. Desde Creta a Grecia, a Roma, a Germania, a la Galia, a Hispania, su historia ha sido la de una continua expansión. Hasta el punto de que América, a los ojos de muchos, no es otra cosa que una Europa echada a navegar. En la carga estibada de su barco, se camuflaban una buena cantidad de ideología y de cultura, íntimamente ligadas al cristianismo. De Oriente a Occidente, la democracia y Europa han viajado, a través de los siglos, en una simbiosis no siempre perfecta, pero siempre voluntariosa. Y lo han hecho en forma de creencias, de formas de vida, de mitos, de costumbres. La democracia es, en definitiva, un invento primordialmente europeo, aunque Estados Unidos se complazca en presentarse como la primera democracia del mundo. Y en la vocación española de ser Europa, de construir Europa, reside en gran medida el triunfo de nuestra reconciliación histórica.

Felipe González pasa ante el escaño de José María Aznar durante la votación de dos proposiciones no de ley sobre la guerra de Irak en marzo pasado.
Felipe González pasa ante el escaño de José María Aznar durante la votación de dos proposiciones no de ley sobre la guerra de Irak en marzo pasado.ULY MARTÍN

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