La comisaría volante
Todos nos hemos criado, antiamericanismos aparte, en un imaginario que hace de los Estados Unidos el paradigma de la libertad política. Y lo cierto es que algunos elementos justifican tal consideración. La historia de Estados Unidos arranca con una Constitución y una cultura civil consagradas a limitar la arbitrariedad de la autoridad pública. Cuentan además con una distribución del poder descentralizada y el honor de mantener un ejército que siempre se ha mantenido al margen de la política. Claro que el sentido de la libertad y de la ciudadanía de los estadounidenses no sólo ha funcionado siempre a efectos exclusivamente internos, sino que incluso se ha permitido poner en duda su vigencia en cualquier otro punto del planeta. Si uno atiende a ciertos diálogos cinematográficos y televisivos, aún apunta en ellos la idea de que la libertad es patrimonio exclusivo de su patria, y que incluso los europeos, esos habitantes de un viejo continente y sometidos a toda clase de resabios feudales, tienen una idea más bien vaga de los derechos que asisten a los ciudadanos libres.
Tal es su presunción de que la democracia les pertenece en exclusiva que ello les impide apreciar las notorias carencias de su propio sistema: una policía acostumbrada a actitudes brutales, unos resquicios racistas que asoman de forma aislada pero constante, o una cultura civil contaminada de principios puritanos que condicionan la libertad con excentricidades como proscribir el consumo de alcohol (en el pasado), el consumo de tabaco (en el presente) o el aceite de oliva (no sería raro en el futuro).
La misión civilizadora que los Estados Unidos se atribuyen frente al planeta entero en modo alguno resulta extraña en la historia. Desde la Roma imperial hasta la Francia napoleónica, desde la católica España hasta la Rusia soviética, toda nación conquistadora ha urdido un discurso en virtud del cual su hegemonía se interpretaba como un auténtico favor hacia los dominados, ya fuera llevarles el suave yugo romano, la religión verdadera, la sociedad sin clases o las bondades del Código Civil. Estados Unidos no se priva de esa condición benefactora, por más que asista con perplejidad a la ingratitud e incomprensión de sus favorecidos.
Tanta ingratitud ha tenido respuesta en las estrictas medidas adoptadas mediante el programa federal US Visit. A partir de ahora, la policía tomará en aeropuertos y fronteras huellas digitales y fotografías de los extranjeros que vayan a entrar en Estados Unidos. Tan admirable democracia se siente, de pronto, rodeada de fuerzas maléficas y su respuesta es hacer de cualquier extranjero un terrorista en potencia. A partir de ahora, entrar en Estados Unidos se va a parecer a ser fichado en comisaría. Y quizás lo sea. De nada va a servir que el procedimiento se agilice hasta el extremo: políticamente, no dejará de ser una indignidad.
El ramillete de escogidos foráneos (europeos, australianos, canadienses y unos pocos más) que van a quedar exentos de la infame ficha policial no disfrutará por mucho tiempo de tamaño privilegio. Y ello porque, al fin y al cabo, la salvedad ignora los efectos más evidentes de la globalización. Por ejemplo, suponer que todos los franceses son sentidos republicanos es mucho suponer, habida cuenta de que entre los varios millones de musulmanes de nacionalidad francesa es muy posible que se escondan más de dos integristas islámicos, dispuestos a cargarse en Nueva York el más lindo rascacielos.
Pero queda, por contraste, la dignidad con que ciertos Estados han respondido a estas medidas: Brasil ha decidido, en virtud del principio de reciprocidad, proporcionar a los norteamericanos el mismo trato en la frontera que éstos proporcionan a sus ciudadanos. Y es que, puestos a utilizar la mentalidad prejuiciosa que se impone en Washington, no parece que la medida resulte extemporánea: conviene vigilar de cerca a esas gentes del norte, tan aficionadas a comprar armas en cualquier supermercado, a llevarlas encima con irresponsable ligereza y a utilizarlas a destiempo.
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