El ángel blanco
En el primer cuarto de hora de partido, con los nervios zumbando bajo su jersey de estibador, Iker Casillas había volado hasta el poste para atrapar algunos de esos balones untados con grasa de armería que primero se meten por la esquina y después te pegan un mordisco en el riñón. Por varias razones, el emplazamiento del guardameta tenía en Eibar un toque de estepa urbana: la humedad ablandaba el caucho de las manoplas, una brisa pelona alargaba las costuras del uniforme, y la línea de gol se había borrado en el duro ejercicio diario del equipo local, de modo que, mientras los futbolistas de campo forcejeaban sobre la hierba, él parecía jugar a la intemperie.
Como siempre, al volver del barro seguía su interminable rutina de cascarrabias para recuperar la autoestima. Mascullaba un par de tacos de menor cuantía, escupía tres o cuatro perdigones, engarfiaba una mano sobre la otra para encajar los guantes, recorría los cierres de velcro alrededor de las muñecas, se llevaba los pulgares a la cintura para comprobar que los calzones seguían en su sitio, volvía a medir la distancia de cada bota a su propio palo, y se encomendaba a San Sí Mismo, patrón de todos los porteros.
Pero su historia había comenzado mucho antes y varias veces. Pudo empezar por ejemplo cuando todavía era un aprendiz de gordito; un niño zurdo cuyo perfil rechoncho desaconsejaba cualquier sueño de Número 10 o cualquier aventura como extremo izquierdo. A pesar de algunas afinidades menores, estaba claro que nunca podría ser Maradona.
O quizá empezó aquel día en que el bedel del instituto interrumpió la clase. Llamó a la puerta, dijo "Iker, están aquí los del Real Madrid; dicen que salgas a toda pastilla". Los colegas vieron cómo recogía sus cosas atropelladamente, cómo escupía sus cuatro burbujas, cómo era arrebatado del pupitre y cómo se convertía, válgame Dios, en uno de los abducidos que por entonces poblaban la serie Expediente X. Fue secuestrado por las fuerzas oscuras de la cancha y, como muchos de los pupilos de la agente Scully, nunca más volvió.
Aunque, pensándolo bien, la noche del miércoles decidió echarle un pulso a Buffon y empezó a cerrar su círculo de alienígena. A los veinte minutos, Saizar, el ariete del Eibar, embistió la pelota que Corredoira le había puesto en el entrecejo para que fusilara a bocajarro. El gol estaba escrito en el aire, pero Iker voló dos veces. Despegó antes del remate, se colgó del vacío y desde allí lanzó una mano. Hizo una estirada en mitad de otra.
Esa noche, en los tejados de Ipurua, todos los gatos dimitieron. Ahora quieren ser Iker Casillas.
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