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Crítica:UN DIÁLOGO ENTRE LA POESÍA Y EL ARTE
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Conceptos y ranas

Javier Rodríguez Marcos

La obra de Yves Bonnefoy está hecha a medias de espanto y de esperanza, de conceptos y ranas. Nieto de agricultores e hijo de un ferroviario y una maestra, el poeta francés estudió matemáticas, se doctoró en filosofía y ha dedicado buena parte de su vida a la traducción (Shakespeare sobre todo), a la crítica de arte y a la coordinación de un oceánico diccionario de mitos. Así las cosas, su escritura debe tanto a los surcos del campo como a los estantes de las bibliotecas. Tal vez por eso afirma que "el único herededo posible del labrador es el artista", esto es, aquél capaz de encontrar "en la vida de los minerales, de las plantas, de los animales, si es que aún los hay, el lienzo más amplio (...) en el que depositar los acordes que nos mantienen vivos".

LAS TABLAS CURVAS

Yves Bonnefoy

Traducción de Jesús Munárriz Hiperión.

Madrid, 2003

216 páginas. 12 euros

LA NUBE ROJA

Yves Bonnefoy

Traducción de Javier del Prado y Patricia Martínez Síntesis. Madrid, 2003

384 páginas. 17,50 euros

Más información
"La poesía es aquello que quiere liberar a los hombres de los prejuicios y quimeras que los empobrecen"

Para Bonnefoy, las palabras son, a la vez, un límite y un cauce: lo único que nos aleja del mundo, pero también lo único que puede acercarnos a él. Espanto y esperanza, dijimos. ¿Cómo romper esa contradicción? Acudiendo a "la majestad de las cosas sencillas" -y de las palabras sencillas- y teniendo presente que, en poesía, son los matices -y no las abstracciones- los que iluminan cualquier posible esencia, algo que, desterrados los dioses, ha dejado de ser la piedra para ser "la fractura que atraviesa la piedra".

La de Bonnefoy es, pues, una poética de lo concreto que en Las tablas curvas se manifiesta en un viaje de lo particular a lo general. Tras el invierno de Principio y fin de la nieve, su anterior poemario, surge ahora el verano como momento en el que confluyen la plenitud vital y la conciencia de la muerte: "La vida acabará, / la vida queda". Son palabras de un hombre de ochenta años. En este libro hay, pues, mucho de memoria de infancia: voces lejanas, ranas en la siesta, risas, piedras arrojadas al agua y, a la vez, lápidas sentenciosas -así se titulan, sin más, muchos de los poemas de Bonnefoy: Lápidas- que avisan de que lo que un día fue certeza hoy es nostalgia. Nos es extraño, así, que la parte central del volumen, La casa natal, esté marcada por la idea de que todo esfuerzo es a la vez vano e inevitable: "Habría tachado / cien veces estas palabras, en verso, en prosa, / pero no puedo / impedirles que suban a mi boca". La escritura, como la infancia, es una forma de ver por vez primera el mundo. Se trata de, siguiendo a Keats, ver en las cosas de aquí y ahora el rastro del "lugar perdido" y de encontrar así "la belleza misma, en su lugar de nacimiento, / cuando aún no es más que verdad".

La casualidad editorial ha querido que la diosa Ceres que -como símbolo del verano y de la búsqueda (de su hija Proserpina, llevada hasta la muerte)- aparece y desaparece en estos poemas reaparezca en los dos penetrantes ensayos que en La nube roja se dedican a La irrisión de Ceres, de Adam Elsheimer, aquel contemporáneo de Caravaggio que intuyó que el inconsciente era la salida al conflicto entre deseo (abierto) y sentido (cerrado). Con todo, para Bonnefoy, la poesía -sucesiva y atada al concepto- ha perdido su batalla por atrapar lo inmediato. Por contra, la pintura -simultánea y liberada por el color- sigue librando ese combate, y a él se dedica un volumen que reúne textos de los años setenta y noventa y por el que pasan Bellini, Mantegna, Tiépolo, Morandi, Hopper, Giacometti o Mondrian (uno de sus cuadros da título al conjunto). "La mayoría de los poetas no comprende bien la pintura", avisa, con razón y agudeza, Bonnefoy, cuyos textos eluden el impresionismo liricoide al que recurren muchos escritores cuando se enfrentan al arte. Bien al contrario, él distingue lo pictórico de lo pintoresco y se enfrenta con rigor a cuestiones como el color, la forma o el valor de la imagen sabiendo que, por ejemplo, el uso de la perspectiva puede ser una cuestión moral. El historiador, el crítico y el pensador conviven en unas páginas que tienen mucho de fragmentaria teoría del arte. Valgan como ejemplo ensayos como Pintura, poesía: vértigo, paz o Segunda tierra.

Lamentablemente, la edición de Las tablas curvas -bilingüe e impecablemente traducida- contrasta con la de La nube roja: por un lado, la traducción a cuatro manos hace que una misma obra de Georges Duthuit aparezca en uno de los ensayos como El museo inimaginable y en otro como El museo imposible de imaginar; por otro, se echa de menos una nota que avise de que en muchos casos estamos ante prólogos y textos para catálogos, lo cual no les quita un ápice de valor. Con todo, las pegas son menores en comparación con la sabiduría que contienen dos obras salidas de las tripas y de la cabeza de un clásico vivo empeñado en una tarea que él mismo resume en una frase: "Hacer que haya sentido a pesar del enigma".

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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