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Tribuna:
Tribuna
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Ruleta rusa

Mi sueño sería que la buena gente, los falsos ingenuos, los grandes listos que se creen más astutos de lo que son, en resumen, que los occidentales, en general, dejen de soñar con Rusia. Que se froten los ojos y renuncien a imaginar la Rusia que les gustaría tener en función de sus utopías y sus cálculos. Que se resignen a verla tal como es, fundamentalmente incierta y a veces absolutamente inquietante. Liberales o antiglobalizadores, atlantistas o americanófobos, los activistas, comentaristas y políticos profesionales, en su mayoría, sueñan despiertos ante Putin. George W. Bush, absorbido por su mirada, no ve más que azul. Berlusconi le absuelve de las matanzas, torturas y ciudades arrasadas de Chechenia; simples "leyendas", afirma. Chirac coopta al hombre del KGB para su "campo de la paz" -París, Berlín, Moscú- y extiende la alfombra roja a los pies del asesino, mientras proclama que Moscú avanza en "primera línea de las democracias".

Los encantos personales de la primera autoridad de Moscú no tienen nada que ver en el asunto. Desde hace tres siglos, la clase dirigente occidental se emborracha y se intoxica ante el espejismo ruso. Prisionera de su propio cuento de hadas, va de desengaño en desengaño. En cuanto Pedro el Grande elogió a Leibniz y le invitó a sus palacios, la Academia Francesa se puso a trenzar coronas de laurel para el "zar modernizador". Los salones parisienses se derritieron, encabezados por Voltaire, que, sin preocuparse demasiado por mirar atrás, ensalzó al zar parricida que había torturado hasta la muerte a su amado heredero. Sólo Diderot se tomó la molestia de visitar las tierras de la "Semíramis del norte" y llegó a la conclusión de que el imperio de Catalina la Grande había llegado a la putrefacción por culpa del knut y la esclavitud antes de estar maduro. En el siglo siguiente, burgueses y gentes de galones tomaron el relevo y París invirtió en los maravillosos "préstamos rusos" para acabar por encontrarse con los bolsillos vacíos como antes de empezar. En el siglo XX todo el mundo tararea la canción siniestra, intelectuales comprometidos, militantes de base y de altura, parias de la tierra y decepcionados del cielo sacrificaron su sentido común, su corazón, su moral y, sobre todo, millones, decenas de millones de vidas humanas, al "sol que nacía en el Este", mientras que tanto los funcionarios más serenos como los ricos más precavidos se tragaban el mismo anzuelo. En Yalta, el encantador "tío José" devoraba media Europa y la estalinizaba sin escrúpulos ni pudor.

Nada más caer el muro y hundirse el imperio soviético, la locura occidental recobró todas sus fuerzas. Otorgó su confianza al nuevo responsable del Kremlin, su "familia" y los clanes mafiosos que saquearon la economía rusa y utilizaron en su beneficio una democracia embrionaria, demasiado frágil para resistir. Los grandes de nuestro mundo, con los ojos cerrados, inundaron de elogios y créditos a los equipos que fueron sucediéndose en el Kremlin. "El Banco Mundial y el FMI se habían pronunciado firmemente contra todo préstamo a Estados corruptos, pero sólo en apariencia, puesto que existía un doble rasero. Países pequeños y no estratégicos como Kenia vieron bloqueados sus préstamos por corrupción, mientras que Rusia, donde la corrupción se ejercía a una escala infinitamente superior, recibía dinero sin cesar. Cuando el FMI se vio obligado a enfrentarse a la realidad -los miles de millones de dólares que había dado a Rusia habían reaparecido en cuentas bancarias chipriotas y suizas pocos días después del préstamo-, pretendió que no se trataba de sus dólares... Algunos de nosotros observamos, con ironía, que el FMI habría hecho la vida más fácil a todos si hubiera transferido el dinero directamente a esas cuentas bancarias". [Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía, La grande désillusion, París, Fayard.]

En vez de limpiar los establos de Augías-Yeltsin, lo único que ha hecho el nuevo hombre fuerte, Putin, en cuatro años de un poder cada vez menos contestado, ha sido redistribuir los privilegios entre las grandes fieras. Guzinski, Berezovski, Jodorjovski: las cabezas de los oligarcas caen, pero el desmembramiento continúa. Les suceden otros depredadores, en medio de un San Valentín permanente de los clanes en los que se aglutinan los aparatos corruptos y policiales, en una papilla capitalista-estalinista incongruente y, por eso, aterradora. Excitados por los elevados precios del barril, los nuevos señores rusos viven a todo tren de sus rentas petroleras, mientras que la mayoría chapotea como puede en la miseria poscomunista y su único derecho es el de bajar la mirada y adular al amo. Y Occidente sueña y festeja por adelantado la existencia de una nueva Arabia Saudí, más segura que la otra, que vaya del Cáucaso a Siberia y garantice la tranquilidad y la estabilidad energética en el planeta.

El nuevo Eldorado euroasiático despierta muchos sueños. Hace varios años que Prodi y su Comisión de Bruselas se desgañitan con propuestas de inversión en los oleoductos y las perforaciones de Siberia. Las compañías privadas evalúan riesgos e incertidumbres, y vacilan. La Europa oficial insiste. No importan los derechos humanos, la libertad de expresión, la imposibilidad de controlar los ucases, las imprevisibles cuchilladas en las antecámaras del Kremlin... ¡Todo por la modernización del interior europeo! ¡Avancemos hacia la colaboración energética, estratégica y nuclear! La Duma ya ha votado, las industrias nucleares alemanas programan y los ecologistas consienten: los molestos residuos nucleares ya no provocan manifestaciones espectaculares, ni trenes atacados, ni histeria en la frontera franco-alemana; a partir de ahora se amontonarán en los Urales, bajo la custodia de un Estado que creemos sólidamente policial. La seguridad ante todo. ¡Nuestra salud lo impone, los niños rusos se mueren! Malditos buenos sentimientos. Todos estos ensueños se aderezan con una pizca de espíritu neocolonial: el territorio subdesarrollado ofrecerá sus riquezas minerales, consumirá productos europeos y se asociará a la zona euro, Alemania recuperará su Drang nach Osten [el "empuje hacia el Este"] por la vía industrial, Francia reproducirá -espiritualmente, por supuesto- las campañas napoléonicas de Rusia y Europa occidental se asegurará, sin violencia, su tercer mundo oriental. Con la ayuda de la rivalidad comercial, se trata de ver quién se rebaja más. Un Chirac empa-

lagoso acompaña a Putin hasta el pie de su avión; Berlusconi le abre sus villas; Bush le recibe en su rancho; Blair, en casa de su reina, y Schröder, durante las vacaciones. Volodia recoge la cosecha y cree que todo le está permitido. El Occidente soñador le ha coronado zar.

¿Por qué inquietarse? Bajo la férula del nuevo déspota ilustrado, se promete a Rusia una enésima modernización a toda prisa; el Estado de derecho y las libertades individuales llegarán... después, como siempre. En la izquierda, el progresismo inalterable. En la derecha, el economicismo liberal. Todos decretan que es una evolución sin vuelta atrás y que ninguna sociedad puede evitar unirse, tarde o temprano, al pelotón de las democracias prósperas. Tanto optimismo vale su peso en oro y despide un aroma a siglo XIX, a belle époque, tiempo feliz en el que se suponía que el desarrollo del ferrocarril y la Bolsa, por un lado, y el desarrollo de la solidaridad y la educación, por otro, iban a inaugurar de forma automática una era de paz y felicidad para todos. Balance: dos guerras mundiales, dos Estados totalitarios, varios fascismos, un genocidio, Auschwitz, los campos del río Kolima... Pues bien, ni los desengaños de la experiencia ni la tenaz resistencia de los hechos son capaces de perturbar a una Europa sonámbula, dispuesta a embarcarse de nuevo hacia una Citera uraliana.

Despertémonos. Los soldados que saquean, violan y asesinan a la población civil chechena no se convierten en ciudadanos normales en cuanto vuelven a su casa. Un pueblo descerebrado por 70 años de comunismo y desengañado por el caos posterior intenta mantenerse a flote en una desesperación paralizadora. Una clase dirigente educada en el totalitarismo corre el peligro de caer sin remedio en un nihilismo sin fronteras ni tabúes. El final del imperio soviético tiene dos salidas, la de Havel o la de Milosevic. La de una democratización costosa, sembrada de trampas y, por tanto, lenta, y otra más expeditiva, belicosa, aterradora e incluso terrorista, una chapuza autoritaria. Cuando el Kremlin se lo reparten entre la policía secreta, el Ejército y la nomenklatura, es muy fácil que se lo quede un Milosevic cualquiera.

Cada vez que Occidente se ha lanzado de cabeza hacia el espejismo ruso, ha tropezado y ha caído en un agujero negro. A fuerza de imaginar, uno delira, y el sueño de la razón engendra monstruos. Al dar carta blanca a los dueños del Kremlin, sean quienes sean y hagan lo que hagan, Europa se coloca al borde de un abismo que ella misma está contribuyendo a ahondar. Todavía no hay nada definitivo, pero los que nos gobiernan se equivocan de dirección.

A este sueño opongámosle otro. Yo sueño con otra Rusia. No ésa en la que, desde Pedro el Grande hasta Putin, pasando por una sarta de zares y jefes comunistas, la casta gobernante ha arrebatado a Occidente los únicos instrumentos de poder y rechaza el Estado de derecho y las normas humanistas que permiten controlar, más o menos, dicho poder. Una "dictadura de la ley" a la que no contienen ni la opinión pública ni la comunicación de masas genera una sociedad nihilista dominada por la corrupción, las mafias privadas y públicas, el espíritu de las spetnaz (fuerzas especiales), la depresión o la servidumbre voluntaria de la mayoría, lo que Solzhenitsin llamaba "la psicología de la sumisión" y Anna Politkovskaya denomina "la deshonra rusa".

Yo sueño con una Rusia que añada a su modernización la civilización y el civismo, los derechos humanos europeos y universales. Sueño con una Rusia todavía posible, que estuvo a punto de surgir en el umbral del siglo XX. Literatura, música, danza, teatro, pintura, matemáticas, lingüística, filosofía: las luces procedentes de San Petersburgo, Odessa y Moscú iluminaban todo el continente. Si no hubieran existido la I Guerra Mundial ni la catastrófica revolución bolchevique, la Europa del siglo XX se anunciaba culturalmente rusa y mucho más gloriosa. Aquella Rusia de las Luces, de los derechos humanos y las artes, heredera de Pushkin, Lermontov, Chéjov, Tolstoi y Dostoyevski, asoma aún bajo la capa de la autocracia renovada. Somos nosotros, los occidentales, quienes debemos cultivar y proteger esa promesa incumplida. Un sueño contra otro. Nos encontramos en una encrucijada.

André Glucksmann es filósofo francés. Traducción de M. Luisa Rodríguez Tapia.

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