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Columna
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Cánones del derecho

Vamos a dejar Québec a un lado de momento. Los catalanes, según parece, lo han hecho definitivamente. Goya lo pintó dramáticamente, tiempo hace de esto, en su Duelo a garrotazos, 1820-1823 (dos paisanos aporreándose con los pies hundidos en tierra): nadie gana, ambos pierden; ambos sufren, padecen, se destruyen sin ninguna solución ¿por algún motivo más allá del rencor mutuo? Mal de todos, consuelo de nadie. Vamos a dejar eso por hoy a pesar de Joseba Egibar, y de la proclama banderiza de Arnaldo Otegi en Bergara, en casa del señorito; ya saben, Telesforo Monzón.

El Estado de derecho tiene sus cánones, que de un tiempo aquí se están poniendo frívolamente en entredicho en esta tierra. No son cánones gratuitamente señalados, sino que forman parte del acervo del buen gobierno (¿quién lo dijo?). Estos principios nos vienen bien a todos; todos salimos beneficiados por ello. Un gobierno único nos aplastaría, impondría su voluntad, totalizaría el poder, lo abarcaría todo. Por eso, en bien del ciudadano de a pie, se ideó en el siglo XVII el equilibrio de poderes, el balance of power (todo esto tuvo su origen en Inglaterra...), o los tres poderes de Montesquieu (...y los franceses se lo apropiaron e hicieron su propio marketing de ello). Equilibrio de poderes, tres poderes, y los tres independientes el uno del otro para lograr ese equidad.

En EE UU tuvieron buen cuidado en ello al hacer su Constitución de 1787; no votada, por cierto, por ninguno de los estadounidenses vivos... ni por sus abuelos (lo digo porque Juanjo Beatífico suele hacer referencia frecuente a ese orden de circunstancias). Sobre todo, el presidente, el Ejecutivo, debía estar bajo el control de otras jurisdicciones; pero otro tanto debía ocurrir con el Senado o el Poder Judicial. A esa estricta separación de poderes debieron atenerse Richard Nixon y Bill Clinton, ¿lo recuerdan? Al primero le acarreó una dimisión lacerante. Al segundo, bromas y chistes aparte, le supuso un proceso judicial con escándalo mundial, y que, según se sabe hoy, le costó la presidencia al candidato demócrata que aspiraba a sucederle, Al Gore.

Equilibrio de poderes. ¿Quién dijo que el Poder Judicial no tenía competencias sobre el Legislativo? Varias leyes aprobadas soberanamente por el Congreso español (dejamos ya los USA y el estilo Malboro) han sido declaradas inconstitucionales y derogadas por el Poder Judicial. Hubo un ministro (no sé si lo recuerdan, bilbaíno, y orgulloso por ello mismo, que quiso pasar con una bota de vino a un estadio de fútbol, cosa que encuentro saludable; ¿a qué ir si no a un estadio?), que dimitió porque la ley que había promovido, tras prosperar en el Congreso, fue enmendada y derogada por el Poder Judicial, por el Tribunal Constitucional (¿recuerdan lo de la patada en la puerta). Y así es como es y debe ser. Y esto a pesar de no ser España precisamente ejemplar en estas prácticas: los ministros franceses pasan por los tribunales; los españoles, apenas: Barrionuevo... y gracias.

Y, sin embargo, estos días no se hace sino insistir en que "cómo es posible que el Parlamento vasco deba someterse a un tribunal... español". Pues, español o no, así están las cosas.

El presidente de nuestro Parlamento de Vitoria vive de eso. Recuerda a aquel posible delito de Jordi Pujol en Banca Catalana y a la supuesta "agresión a Cataluña" por la que quiso hacer pasar. Era un disparate, pero coló. Juan Mari Atutxa, acosado por la amenaza de su procesamiento por desobediencia, vive en ese equívoco y el PNV (perro viejo) lo alienta. El presidente de la Cámara suspende parlamentarios o los echa del pleno. Suspende votaciones y promueve triquiñuelas reglamentistas para aprobar presupuestos. Dice que "la calle" (quiere decir el electorado; confusión fraguiana) le respalda porque le votó. También a esos que suspende o expulsa.

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Unas vacaciones para Juan María Atutxa y cierto tono más mesurado para nuestra política. Es lo que vendría bien al buen gobierno de nuestro país. Y, desde luego, al ciudadano de a pie.

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