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Columna
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La alegría

Los médicos insisten sobre los grandes beneficios de la risa. Un ser risueño contagia bienestar a los demás y compone para sí una figura circunstancialmente protegida mediante este sortilegio humano. Lo valioso, sin embargo, no es tanto reír aquí o allí, ahora o después, como gozar de la alegría. Así como en los famosos cuadros de Palazuelo siempre aparece un plano veteado de bellísimos filones, la alegría entre la masa del cuerpo resulta como un interno tatuaje de claridad. No hace falta que la sustancia jovial se aglomere o acuda a borbotones; la alegría funciona sobre todo como un racimo sutil. Porque así como los campos de Almería mudan su aspecto con la irradiación del agua gota a gota, la alegría viene a regarnos como los goteros del hospital: más decisiva que la glucosa, más imperial que la morfina. Consecuentemente, de la misma manera que se sintetizan los materiales para la industria también se sintetizan, en meticulosos preparados, para la alegría. La gran atracción que la farmacia ofrece a algunos de nosotros procede de los vistosos anaqueles dispuestos para ser elegidos. Fármacos no ya capaces de otorgarnos felicidad, en cuya categoría siempre se fracasa, sino sencillamente alegres, seres contentos a intervalos, disponibles para la efusión y saboreadores del acidulado dulce que en ciertos aspectos se parece al paladar de degustarse joven. No de acceder a la juventud como una etapa, sino de vivir lo joven como un suceso. Porque si en el estreno de cualquier aventura brota la alegría, cada goce inicial contiene una gota de este néctar: el licor que induce a recibir la vida como una ocasión primera, un primer hijo, una primera casa, un primer premio. Todo lo que viene a continuación requerirá ya para parecer igualmente alegre calcar el trance de partida: la luz del metal recién cortado, el relente del agua empezando a correr, la experiencia no contrastada aún en lo real. Todo el mundo occidental y acaso desarrollado gira hoy desde el sentimiento trágico de la vida al sentimiento trivial de la vida. Por muchas razones tristes, desde luego. Pero, ante todo, porque dentro de una cultura sin metafísica ha prosperado la importancia de buscar oportunidades, bioquímicas o no, de imitar el cielo.

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